La actriz volvió al cine con «La vida ante sí», un proyecto personal dirigido por su hijo Edoardo Ponti, en el que resuenan ecos de sus grandes papeles del pasado, mujeres de carácter siempre fuerte. 

Sophia Loren es una de las mujeres más reconocidas en el planeta, la clase de sirena de pantalla supernaturalmente dotada de las que ya no hay. Pero cuando se le pregunta a la mujer de 86 años si alguna vez quiso ser normal, luce perpleja. «¿Por qué? ¿Acaso pensás que si sos una estrella no es normal», dice, con un acento espeso como la melaza. «Y ellos dicen que soy una estrella; yo no lo sé. Nunca me sentí más normal en mi vida.»

Quizá el estrellato a esta altura se siente como una rutina. La actriz italiana ha sido famosa desde antes que el hombre pisara la Luna. Vibrante vestigio de la Era Dorada del cine, anduvo codo a codo con John Wayne, Marlon Brando, Clark Gable, Charlie Chaplin, Marcello Mastroianni, Frank Sinatra y Cary Grant. Desafío a la tradición y las tipologías, interpretó a prostitutas e inmigrantes, espías dobles y amas de casa inquietas, todo ello mientras los críticos de mohín fruncido la desdeñaban como una «muñeca de felpa exuberante», una «vampiresa», un «adorno». En 1960, por su tour-de-force como una madre que huía de los horrores de la guerra en Dos mujeres, se convirtió en la primera intérprete en ganar un Oscar por una performance en idioma extranjero. Ganó cinco Globos de Oro; un Grammy; la Copa Volpi del Festival de Venecia; el premio a la Mejor Actriz en Cannes; el premio a la trayectoria de la Academia. Fue honrada con la estrella número 2000 en el Hollywood Walk of Fame. The Rolling Stones grabaron una canción sobre ella, “Pass the Wine (Sophia Loren)”. Si ella no es una estrella, nadie lo es.

«No sé, tengo sentimientos mezclados», dice ella. «Pensaré en ello. Quizá en un mes o algo así podemos hablar de nuevo.»

Loren está hablando a través de Zoom. Aun sin su cámara encendida, es un huracán de carisma. «Es difícil para mí expresarme en otro idioma», se lamenta, y aún así es tan expresiva que llora dos veces, ofrece abrazarme en una oportunidad, y termina sus respuestas diciendo cosas como «voilá, gracias, esa es mi historia.»

Loren está en su hogar en Ginebra, Suiza; un lugar que hace parecer monótono al Palacio de Buckingham. He visto fotos; hay arañas de cristal, esculturas de mármol, candelabros de plata, pinturas con marcos ornamentados. Una habitación entera está dedicada a su panoplia de estatuillas doradas. Pero aun una mansión no es tan grandiosa si no se te permite salir. Y ni siquiera las estrellas están exentas de la pandemia. «No sé qué hacer con mi vida», dice tras un largo suspiro cuando le pregunto cómo ha estado. «Porque estoy en casa. No salgo. No quiero salir. Estoy mortalmente aterrada. La película es lo único que siento cerca porque es para mí. Es mía. Es mi criatura».

La película es la razón por la que estamos hablando. La vida ante sí, el primer protagónico de Loren en más de una década, puede significarle otro guiño del Oscar. Dirigida por su hijo Edoardo Ponti, quien está sentado junto a ella para ayudarla en la traducción, es un drama italiano de extraña pareja tan rugoso como fantástico. Loren es Madam Rosa, una sobreviviente del Holocausto y ex trabajadora sexual que ahora cuida de los niños de otras mujeres de la profesión. Es cabezadura pero compasiva, escondiendo viejos traumas detrás de aros dorados, spray para el pelo y una lengua filosa. Cuando Rosa admite cuidar a Momo (Ibrahima Gueye), un senegalés de 12 años que robó su cartera, la pareja desarrolla un vínculo espinoso.

«El papel fue hermoso», dice Loren. «Ella era fuerte, ella era frágil, ella era divertida, conmovedora… todo lo que una mujer eso, y todo lo que siempre intenté trasladar a la pantalla. En mi carrera siempre intenté interpretar a mujeres con un carácter fuerte.»

Muchas de esas mujeres -incluso en las muchas comedias de Loren, para las cuales tuvo que «cambiar a mi lado napolitano»- han existido en algún lugar en los márgenes de la sociedad. Estuvo la Mara de Ayer, hoy y mañana(1963), la típica prostituta de “corazón de oro” que desprecia la advertencia de su vecino de que irá al infierno y ejecuta el más gozoso striptease presentado en celuloide. 

Estuvo la Antonieta de Un día muy especial(1977), la descontenta esposa de un fascista que se siente progresivamente cercana a su vecino gay (Marcello Mastroianni, el más regular coequiper de Loren). Y estuvo la Filomena de Matrimonio a la italiana (1964), que intenta engatusar en el flirteo a su enamorado (otra vez Mastroianni) para llevarlo al matrimonio y que sus tres hijos extramatrimoniales tengan un apellido. Ese papel le significó una segunda nominación al Oscar, y pegó particularmente cerca de su experiencia. «Yo nací en una familia que… no era tradicional», dice.

Antes de que existiera una Sophia Loren estaba Sofia Costanza Brigida Villani Scicolone, nacida en una sala de caridad para madres solteras en 1934. «Mi madre Romilda era una mujer hermosa», recuerda Loren. «Ella quería ser actriz porque lucía exactamente igual a Greta Garbo. Cada vez que salía a la calle la gente podía reunirse alrededor de ella para pedirle autógrafos.» De hecho, cuando su madre era adolescente ganó un concurso de parecidos con Greta Garbo. El premio era un viaje a Estados Unidos, pero sus padres no la dejaron ir. «No le pasó nada», dice Loren. «Ella fue siempre una persona muy solitaria. Era fuerte pero en realidad no demasiado. Quería serlo, pero no eran tan fuerte como quería demostrar, a otras personas o a sí misma.»

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, Sophia, su madre y su hermana menor Maria -el padre de las niñas no quiso saber nada con ellas e incluso se negó a darle a Maria su apellido- vivieron de pan racionado y comida de forraje en la ciudad napolitana de Pozzuoli. Sophia estaba tan desnutrida que los demás niños la llamaban «escarbadientes», cuando no la estaban acosando por ser hija ilegítima.

«Todos los chicos de la escuela tenían familias con un padre», recuerda ella. «No diría que estaba envidiosa, porque amaba mucho a mis amigos, pero no era como ellos. Me sentía diferente. Y los chicos se burlaban de mí, y yo lo sufrí mucho. Fue todo un tema. Pero que mi madre no estuviera casada no nos hizo menos familia», agrega. «Quizá nos hizo aún más familia, porque estábamos fuertemente unidas por el hecho de que no éramos como los demás.» Contar historias de familias no tradicionales, dice, «puede ayudar a otras niñas y niños a estar orgullosos de las familias que tienen. Todos merecemos ser amados profunda, honestamente.»