Cuando me llamaron para proponerme hacer parte de la «Comisión de Sabios» pensé, primero, que era un chiste y luego, que estabamos muy mal de sabios en el país, para llamarme a mi que no soy ni teórica ni intelectual, ni mucho menos una sabia, apenas una mujer tratando tozudamente de hacer películas. Acepté sin hacerme muchas ilusiones. Y ya en esas, me propuse como único objetivo fortalecer la educación cultural y artística desde la escuela primaria: aparte de unos cuantos poetas o novelistas de obligatoria lectura en las escuelas, nuestro pensum ignora por completo la historia del arte, del teatro o del cine colombianos. Tengo la firme convicción de que la construcción de una verdadera identidad nacional pasa obligatoriamente por entender cómo nos hemos representado desde el arte.

El proceso fue muy interesante. Nos reuníamos una tarde cada dos semanas en la Universidad Javeriana. Discutíamos libremente con Doctores en Filosofia y en Música de la Javeriana y nosotros, los de la praxis: un pintor, un músico, una gestora cultural, un exministro de Cultura, un inventor y yo, una cineasta.  Sin olvidar, claro está, los jóvenes de Colciencias como apoyo dentro de la metodología de la investigación–creación. Propusimos poner todo el énfasis en la educación, procurar una formación primaria y secundaria en el mundo del arte, donde el estudiante conozca y se apropie de su cultura, de su patrimonio artístico local, regional, nacional y latinoamericano. Por ello, el documento «de los Sabios» busca una mejor educación con mayor inclusión y equidad, tal como quedó plasmado dentro de la propuesta de crear el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación. Los meses que trabajamos juntos fueron maravillosos y no tengo cómo agradecerle a mis compañeros todo lo que aprendí de ellos durante el proceso

Pero luego vino mi crisis de conciencia: qué hacía yo en una comisión (llamada pomposamente «de sabios»), de la cual se espera que pensemos qué queremos para el país dentro de 25 años.  ¿Pero para qué niños estamos soñando? ¿Si los estamos matando, si entre las desalmadas guerrillas, los militares y los paramilitares los hemos convertido en carne de cañon? ¿Si para el gobierno los niños, retenidos a la fuerza y obligados por los violentos, son sólo combatientes  para aniquilar? ¿Si a los niños indígenas, los parientes de «Jaca», mi compañero de sabios y cuota indígena, los aniquilamos a punta de metralleta o condenándolos a morir de hambre, al fumigar sus cosechas con glifosato, ese pesticida supuestamente inocuo en palabras de la Vicepresidenta, la misma que nos convocó a pensar en un mejor país? ¿Si vamos a acabar con los campesinos, además de los indígenas? ¿Pensamos un pais mejor para quiénes? ¿Para los hijos de ese 1% que maneja el 80% de los recursos? ¿Para el 1% más rico del país?

Yo quiero que oigan a los indígenas del Cauca. Que oigan a los campesinos. Que oigan a los estudiantes y a los trabajadores y a los empleados. Que oigan a las mujeres cabeza de hogar, a las madres solteras, a las adolescentes, a las mujeres violadas, a las que les impiden practicar un aborto aduciendo problemas de conciencia, a los gays y a la población LGBTI, a los que están marchando y cantando. No sólamente a los empresarios, a los políticos profesionales y a los gremios de la industria y el comercio.

Pienso que nuestro indeclinable compromiso como artistas es el de ser incómodos, es el de hacer preguntas más que dar respuestas. No estamos para celebrar al poderoso sino para ponernos al lado del rebelde, de la víctima, del olvidado. Afortunadamente, el arte en Colombia nunca le ha dado la espalda a nuestra realidad: todavía Obregón nos conmueve con “La Violencia” y Francisco Norden en “Cóndores no entierran todos los dias” nos recuerda los tenebrosos años de la Violencia bipartidista, tan bien puestos en escena por La Candelaria en “Guadalupe años sin cuenta”, bajo la genial dirección de Santiago García. O Miguel Torres, que inmortaliza el holocausto del Palacio de Justicia con su magistral “Siempreviva”; o Ciro Guerra y Cristina Gallego, que nos muestran cómo empezó nuestra tragedia del narcotráfico en sus “Pájaros de Verano”. Para, finalmente, llegar al sin sentido y la bestialidad de la guerra con “Monos” de Alejandro Landes.

Por mi parte, la modesta contribución que me correspondió fue la de contar los convulsos años veinte en Colombia, en torno a la figura trágica de María Cano, mujer rebelde, perseguida y luego olvidada. La misma que, con una claridad que bien podría aplicarse a nuestra tarea como artistas en medio de un país tan lleno de contradicciones e injusticias, dijo: «Yo era la consciencia de un deber para con la patria esclavizada. Y por ella combatimos, no con las armas pero sí con las ideas.»


Por todas estas razones no me sentí capaz de sentarme a manteles con el Presidente y la Vice, que solo oyen sus propios discursos. No quería dañarles la cena. Preferí, desde el silencio y la soledad de la creación artística, mantener alerta la consciencia, avivar nuestro juicio crítico en procura de esa paz tan esquiva, para ver si algún día podemos pasar la página de un conflicto que nos desangra hace ya demasiados años.
CAMILA LOBOGUERRERO »

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