El capitalismo impone todo tipo de restricciones materiales para una expresión más libre de la sexualidad. Solo podemos aspirar a un futuro que merezca ser vivido si luchamos juntas.

izquierda que la lucha contra la homofobia no es una cuestión secundaria. Los crímenes homófobos son una terrible realidad, no solo en lugares periféricos del mundo. Mientras cada mes de junio las grandes empresas se visten de arcoíris para una nueva campaña de pinkwashing, las personas LGTBI siguen siendo estigmatizadas, acosadas y discriminadas en la calle, en los lugares de trabajo y estudio. El ascenso de partidos de extrema derecha y la proliferación de posiciones reaccionarias ante los derechos de las personas trans han incentivado la violencia LGTBifóbica. Y esta no solo se genera en las usinas de la Conferencia Episcopal.

Si la Revolución rusa permitió un avance en la emancipación de las mujeres y despenalizó la homosexualidad, el estalinismo significó un importante retroceso

Vayamos entonces al punto. ¿La lucha por la diversidad sexual es una trampa identitaria funcional al neoliberalismo como dicen los rojipardos? ¿O, en cambio, la lucha contra el sistema capitalista incluye la batalla contra todas las opresiones? Aun cuando el neoliberalismo ha asimilado –como productos del mercado o discursos progresistas– aspectos de la diversidad sexual, la posibilidad de una sexualidad libre sigue estando gravemente restringida para la mayoría de las personas. El sistema capitalista patriarcal ha controlado y reprimido la sexualidad a lo largo de la historia. Ya sea con medidas penales directamente represivas, mediante el control de los derechos reproductivos de las mujeres o excluyendo la educación sexual del sistema educativo. La Iglesia, la escuela, los medios de comunicación o incluso el deporte olímpico reproducen modelos de una sexualidad heteronormativa, que naturaliza la opresión de las mujeres en el seno de la familia patriarcal.

Además, al mismo tiempo que se han conquistado derechos para una expresión más libre de la sexualidad mediante la lucha, el capitalismo impone todo tipo de restricciones materiales para que esta pueda hacerse efectiva. Cuando gran parte de los jóvenes no tiene acceso a una vivienda ni a un empleo, cuando las jornadas de trabajo resultan agotadoras, cuando hay que lidiar constantemente con la precariedad de la vida: ¿qué tiempo queda para establecer relaciones personales más libres y creativas?

En los años setenta, el militante de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) de Francia, Jean Nicolas publicó La cuestión homosexual. Allí analizaba este aspecto de la relación entre libertad sexual y capitalismo: “Una de las condiciones previas para una auténtica liberación sexual pasa por el derrocamiento de las relaciones de producción capitalistas y por una masiva reducción del tiempo de trabajo. En efecto, hay que subrayar que uno de los fundamentos más poderosos de la miseria sexual en el régimen capitalista proviene del sometimiento del cuerpo de los trabajadores a un trabajo prolongado y penoso”.

Esto suponía “una doble tarea: por una parte, convencer al movimiento obrero de la importancia y significación de la lucha por la liberación de la homosexualidad, y por la otra, convencer al movimiento homosexual de la necesidad de combinar su lucha por la liberación sexual con la lucha de la clase obrera por el socialismo”.

Si la Revolución rusa permitió un avance en la emancipación de las mujeres y también despenalizó la homosexualidad, la llegada del estalinismo significó un importante retroceso que reinstaló los discursos homófobos en la tradición de una izquierda conservadora a nivel mundial. El modelo familiarista tradicional era impulsado ahora por la burocracia de la URSS (“filosofía de cura, con el puño del gendarme” diría León Trotsky). Esta distancia entre los movimientos por la diversidad sexual y la izquierda institucional se desplegó tras la II Guerra Mundial.

Hubo que esperar a mayo del 68 para que esto pudiera ser cuestionado desde abajo. En los años siguientes, no faltaron ejemplos de confluencias entre luchas LGTBI y de la clase trabajadora, o, más en general, de aquellas que cuestionaban al sistema capitalista. En su libro La política de todes (Bellaterra, 2020), Holly Lewis recupera algunas experiencias. La historia del colectivo Lesbians and Gays Support the Miners durante las huelgas contra Margaret Thatcher –que puede verse en la película Pride–. El boicot hacia la empresa de cerveza Coors impulsado por Harvey Milk junto con el sindicato de camioneros (Teamsters) porque los jefes obligaban a los trabajadores a pasar por un detector de mentiras para asegurarse de que no eran gays. O las luchas del sindicato de profesores contra la iniciativa Briggs que prohibía el profesorado LGTBI. Como antecedente, la National Union of Marine Cooks and Stewars (los cocineros y camareros de los barcos, que en su mayoría eran negros) desde la Segunda Guerra Mundial tenía el lema: “Si les dejas atacar a los rojos, atacarán a los negros, y si les dejas atacar a los negros, atacarán a los maricas. Todos estamos conectados, por eso tenemos que estar juntos.” La rebelión de Stonewall en 1969 fue expresión de esa unidad en las calles contra la policía por parte de trans, gays, lesbianas y jóvenes anticapitalistas.

En los años 80 y 90, con el auge del neoliberalismo, cobraron peso las teorías postestructuralistas. Lewis apunta acertadamente que estas desplazaron la lucha política hacia el ámbito individual y el dominio del lenguaje. Reemplazando lo que se consideraba un “determinismo económico” por un nuevo “determinismo lingüístico y cultural donde la complejidad discursiva a veces bastaba como una garantía de conocimiento”. En este contexto, las teorías queer apuntaron a cuestionar la heteronormatividad, pero las luchas por la diversidad sexual fueron separadas de la lucha por terminar con el conjunto de las relaciones sociales capitalistas. Lewis señala otro punto importante a tener en cuenta: “A diferencia de lo que plantean Butler y Foucault, los cuerpos rebeldes no son revolucionarios en sí mismos; por muy significativa y empoderadora que pueda ser la autoexpresión, la expresión misma no supone un desafío para el capital”. Para poder transformarlo todo, será necesario construir una gran fuerza material que apunte al corazón del capital. Y en este terreno, la clase obrera, con toda su diversidad y heterogeneidad, sigue siendo la fuerza social que, por los lugares estratégicos que ocupa en la producción, la circulación y la reproducción, tiene la capacidad de hacerlo, en alianza con todos los oprimidos. 

El capitalismo nos arroja cada vez más hacia el abismo de las crisis, los desastres ecológicos y sociales, mientras reproduce la violencia hacia las mujeres, las personas LGTBI, las racializadas, las migrantes y la clase trabajadora. Ante esta realidad, solo podemos aspirar a un futuro que merezca ser vivido si luchamos juntas por la emancipación de todes.