Gracias a Biden, vuelve el partido de la guerra

Katrina Vanden Heuvel

El presidente Joe Biden designó recientemente a Victoria Nuland, persona clave de Dick Cheney en Irak, vicesecretaria de Estado en funciones, y número dos del departamento. Nombró a Elliott Abrams, perjuro convicto y sombrío apologista de los torturadores centroamericanos con Ronald Reagan, para su Comisión Asesora sobre Diplomacia Pública.

Mientras tanto, Bill Kristol, pertinaz cabildero en favor de la guerra de Irak, consiguió dos millones de dólares destinados a pagar anuncios de televisión instando a los republicanos a mantener el rumbo en Ucrania. La guerra puede ser o no la salud del Estado, pero sin duda es un tónico para los estrategas de salón neoconservadores.

En la Casa Blanca, aunque Biden ha pregonado una nueva «política exterior para la clase media», sus medidas políticas han supuesto en gran medida un restablecimiento de las ruinosas políticas del estamento de poder de la política exterior y su creencia en la benévola hegemonía benévola de los Estados Unidos.

Una vez más se describe a los Estados Unidos como la nación indispensable. Una vez más los funcionarios predican acerca de un «orden basado en normas» que invocan y violan a voluntad. Una vez más se nos convoca a una lucha global entre democracia y autoritarismo. Estamos librando una guerra por poderes con Rusia en Ucrania mientras nos preparamos simultáneamente para una Guerra Fría con China, imponiendo sanciones económicas a 26 países, manteniendo más de 750 bases en 80 países y enviando fuerzas a más de 100 países y a través de los siete mares.

Si bien Biden se ha reincorporado a los Acuerdos Climáticos de París, su zar del clima, John Kerry, prácticamente ha desaparecido en medio de las fijaciones geopolíticas. El giro de Biden respecto a las herejías de Trump consistió en gran medida en reafirmar el viejo (y desacreditado) evangelio del establishment.

Sus nombramientos reflejan esa política. Quienes dirigen su equipo de política exterior -el secretario de Estado Antony Blinken y el consejero de Seguridad Nacional Jake Sullivan- son veteranos implicados en fracasos del pasado. El halcón Blinken fue un ardiente defensor de la guerra de Irak, a buen seguro la aventura más desastrosa desde Vietnam. Sullivan, estratega favorito de Hillary Clinton, desempeñó un papel decisivo en la debacle de Libia, que enmarcó de modo entusiasta como ejemplo de la «doctrina Clinton» antes de que dejara a Libia sumida en un violento caos. Y ahora, hasta los neoconservadores más rabiosos vuelven a la carga.

Tras el desastre de Irak, habríamos pensado que estos ideólogos se habían ganado, tal como dice James Fallows, «el derecho a no ser escuchados». Se habrían retirado en su deshonra, dedicados a escribir sus memorias y justificaciones en una merecida oscuridad. Dos fenómenos permitieron su regreso a las gracias del establishment. El primero, por supuesto, fue Trump, y el síndrome de enajenación de Trump que lo acompañó. A los neoconservadores, sobre todo, se les dio de nuevo la bienvenida en la adhesión al establishment cuando – con pocas excepciones, como Abrams, que sirvió como puntal de Trump en el descabellado esfuerzo por derrocar al gobierno venezolano -, rompieron con Trump y emitieron furiosas denuncias de su retórica «aislacionista» del America First.

El segundo remedio de su suerte provino de la invasión rusa de Ucrania. Todas sus metáforas de la Guerra Fría cobraron nueva vida: Putin era el mal, si no se le detenía en Ucrania, pasaría a Polonia o al Báltico, sólo la derrota militar podría disuadirle. La responsabilidad estadounidense en los acontecimientos que condujeron a la guerra -la ampliación de la OTAN a las fronteras rusas, el desprecio a las advertencias rusas (de todo el espectro político) contra la inclusión de Ucrania en ese bloque, la intromisión en la política ucraniana (sobre todo por parte de la atroz Nuland)- se olvidó de inmediato o se tachó de irrelevante.

Los peligros de esta resurrección del partido de la guerra norteamericano se hacen evidentes en Ucrania. Neoconservadores como Max Boot y Eliot Cohen atacan hoy a la administración por su cautela a la hora de armar a los ucranianos, argumentando que se pueden ignorar con seguridad las líneas rojas de Putin y que debemos suministrar a Ucrania las armas necesarias para bombardear Rusia y Crimea directamente. Rusia no sólo debe ser derrotada, sino que ha de serlo de modo aplastante.

Tal como declaró Cohen en The Atlantic, «tenemos que llegar a ver masas de rusos en desbandada, desertando, disparando a sus oficiales, cautivos o muertos». La derrota rusa ha de ser un caos inequívocamente sangriento e inmenso».

A medida que la guerra de Ucrania ha ido cayendo en un brutal y sangriento estancamiento, la administración ha ido accediendo poco a poco a las peticiones de escalada, con el envío de tanques, luego de bombas de racimo, y la aprobación después de los aviones F-16 a través de aliados, a los que pronto seguirán misiles de mayor alcance. Es un rumbo que apuesta mucho por la moderación de un líder del que se nos dice que es un loco.

Las implicaciones más generales son todavía más ominosas. Biden ha reavivado la retórica y las ambiciones del excepcionalismo estadounidense. Estados Unidos se sentará en la presidencia de todas las mesas, definirá las reglas y las vigilará en todo el mundo.

Tal como dice Robert Kagan, marido de Nuland y destacado experto neoconservador: «Las superpotencias no se jubilan». Kagan afirma sin rodeos lo que cree esta tropa: «Ha llegado el momento de decirles a los norteamericanos que no hay escapatoria de la responsabilidad global… la tarea de mantener un orden mundial es interminable y está cargada de costes, pero es preferible a la alternativa».

En realidad, ha llegado el momento de una valoración brutalmente honesta de los costes crecientes y los peligros cada vez mayores que se derivan de la militarización de nuestra política exterior y del implacable esfuerzo por vigilar el mundo. Tal como afirma Andrew Bachevich, del Quincy Institute, «nuestra situación actual deriva de la afirmación poco honesta de que la historia obliga a los Estados Unidos a seguir una política de hegemonía militarizada hasta el fin de los tiempos. Existen alternativas».

Desgraciadamente, la administración Biden parece comprometida con el fallido manual del partido de la guerra del pasado, y con los crecientes costes de una política global que ni necesitamos ni podemos permitirnos.

Fuente: Responsible Statecraft, 5 de septiembre de 2023

Los halcones quieren que Biden vuelva global la lucha contra Rusia

Daniel Larison

Durante el último año y medio, los halcones críticos con la administración Biden no han cesado de insistir en una escalada en Ucrania.

Independientemente de lo que haya hecho Biden en apoyo de Ucrania, los halcones se quejan de que ha sido demasiado lento y demasiado parco en lo que aportan los Estados Unidos, y a menudo han instado a Washington a intensificar o ampliar la guerra.

Afortunadamente para los Estados Unidos y Europa, Biden ha ignorado sus demandas más agresivas y ha ido más despacio en el resto.

Sin embargo, la última propuesta de un destacado crítico de Biden promete repetir algunos de los peores errores de la Guerra Fría, al tiempo que tendrá poco o ningún efecto sobre la lucha en Europa.

Walter Russell Mead, columnista del Wall Street Journalpiensa que la forma correcta de erosionar a Rusia en una guerra de desgaste consiste en atacar los intereses rusos en zonas lejanas y periféricas de todo el mundo. Mead afirma que «operamos en un entorno rico en objetivos» para llevar el «coste de la guerra al Kremlin», y expone una serie de medidas políticas que son inviables, contraproducentes o inútiles.

Entre otras cosas, pide que Estados Unidos «arrolle» el Grupo Wagner en el Sahel, trabaje con Turquía y otros países para «hacer que la presencia de Putin en Siria sea ruinosamente cara», presione a las fuerzas rusas en Moldavia y «apunte a los aliados latinoamericanos de Putin».

Aun suponiendo que fuera práctico y sensato que los Estados Unidos hicieran cualquiera de estas cosas, es difícil ver cómo perjudicarían significativamente el esfuerzo bélico de Rusia o ayudarían a Ucrania en una guerra de desgaste. Si los Estados Unidos consiguieran poner las cosas lo suficientemente difíciles a las fuerzas y mercenarios rusos en otras partes del mundo como para que a Moscú ya no le mereciera la pena mantenerlos allí, eso sólo conduciría a que se redirigieran recursos y mano de obra adicionales a la lucha en Ucrania.

No está claro por qué cree Mead que los Estados Unidos y «sus aliados en Europa y el Golfo» tienen la capacidad de eliminar la influencia rusa en el Sahel. La influencia francesa está en retroceso en muchos países, los socios de los Estados Unidos siguen perdiendo el control en golpes militares, y los llamados «aliados» del Golfo no están de forma fiable del mismo lado que los Estados Unidos en las crisis políticas y militares por toda África. El problema no era que los Estados Unidos y sus aliados se mantuvieran «pasivos», sino que aplicaban activamente políticas militarizadas que les han estallado en la cara en repetidas ocasiones. Rusia ha sabido aprovechar en su propio beneficio algunos de los trastornos resultantes.

Aunque no explica con exactitud cómo harían los Estados Unidos para «acabar» con los mercenarios rusos, es de suponer que implicaría una mayor presencia militar y una política aún más intervencionista que la que ya tienen los Estados Unidos. También se omite convenientemente cómo deben actuar los Estados Unidos en países gobernados por juntas que colaboran con Rusia. ¿Se supone que Washington debe «arrollar» también a los regímenes de esas juntas? Buena suerte a los funcionarios estadounidenses que tendrían que explicar por qué se envían más tropas norteamericanas a países peligrosos en África Occidental en aras de un dudoso esfuerzo por desangrar a Rusia.

Mead nunca explica por qué razón querrían Turquía y los anónimos «estados vecinos» participar en su coalición antirrusa en Siria. Tampoco explica por qué infligir pérdidas a Rusia en Siria no iría a provocar represalias respaldadas por Rusia contra las fuerzas norteamericanas, allí y en otros lugares de Oriente Medio. Atribuye un poder prácticamente ilimitado a Estados Unidos y sus aliados en lo que toca a causar graves daños a Rusia, sin tener en cuenta los costes potenciales ni pensar en lo que ocurriría después. Las recomendaciones de Mead serían eficaces para enemistarse con Moscú y provocar represalias, pero no servirían prácticamente de nada para ayudar a Ucrania. Atacar a mercenarios en Mali y a soldados en Siria no va a ayudar a Ucrania a superar su desventaja en efectivos humanos ni a eliminar las defensas rusas.

La propuesta relativa a los estados latinoamericanos puede ser la más descabellada de todas. Los Estados Unidos ya castigan a varios países de la región que mantienen vínculos estrechos con Moscú con sanciones devastadoras, lo que ha provocado que esos estados dependan más de Rusia. Mead no especifica a qué se refiere cuando dice que los Estados Unidos deberían «apuntar» a esos países, pero no es difícil imaginar que podría estar sugiriendo algún esfuerzo de cambio de régimen. No son muchas cosas las que dañarían más la reputación de Estados Unidos en América Latina que volver a los viejos tiempos en los que se patrocinaban golpes de Estado para obligar a los países vecinos a someterse a la línea de Washington.

Si los Estados Unidos adoptaran «un enfoque concertado para expulsar a Rusia del hemisferio occidental», socavarían sus relaciones con muchos de nuestros vecinos y posiblemente hasta acercarían a Moscú a algunos Estados que se mantienen al margen. Lejos de debilitar la influencia rusa, los intentos de intimidar con mano dura a los países latinoamericanos supondrían un golpe propagandístico para Moscú y harían mofa de la afirmación de Washington de que cada país puede elegir a sus propios socios y aliados.

Lo último que deberían hacer los Estados Unidos es intensificar su rivalidad con Rusia en otras regiones. Supondría una amenaza que perjudicaría los intereses norteamericanos en las zonas tomadas como objetivo y expondría a las fuerzas estadounidenses que ya están allí a riesgos adicionales, al tiempo que pondría en situaciones de peligro a una porción mayor de esas fuerzas. También podría crear enemigos adicionales y alejar a socios potenciales, ya que Washington deja claro que su política en Ucrania tiene prioridad sobre todo lo demás. A los Estados Unidos ya les cuesta bastante defender su apoyo a Ucrania en muchas partes del mundo, y se enfrentarían a un escepticismo aún mayor si decidieran empezar a llevar la guerra a otros continentes golpeando los intereses rusos.

Mead presenta estas absurdas propuestas como «formas más inteligentes y políticamente más sostenibles» de ayudar a Ucrania frente a Rusia, pero no hay nada de inteligente en avivar aún más la inestabilidad en el Sahel y Siria en nombre del perjuicio a Moscú. Con ello se antepone la rivalidad con Rusia a las vidas y los intereses de la población de los países afectados. Se repite el error de la Guerra Fría de tratar a estos países como meros campos de batalla que hay que disputar y luego abandonar cuando los rivales pierden interés. Nada de esto ayudaría lo más mínimo a Ucrania, sino que incrementaría probablemente los costes en lo que respecta a los Estados Unidos y los países que se verían afectados por estas insensatas propuestas.

En lugar de intentar ampliar el conflicto a otros rincones del planeta, los Estados Unidos deberían centrar sus esfuerzos en tratar de encontrar una forma de detener los combates en Ucrania mediante un alto el fuego que pueda convertirse en la base de un armisticio más duradero.

Fuente: Responsible Statecraft, 7 de septiembre de 2023

Es hora de adoptar una estrategia «menos que grandiosa”

James Carden

La incapacidad de las sucesivas administraciones norteamericanas para distinguir entre intereses de seguridad nacional centrales y periféricos es la causa de gran parte de los problemas a los que nos enfrentamos.

Esta falta de discernimiento resulta más evidente en la Estrategia de Seguridad Nacional 2022 de la administración Biden, que establece una ambiciosa estrategia en dos frentes, típica de la Guerra Fría, que pretende frenar simultáneamente el ascenso de China en Oriente y contrarrestar el revanchismo ruso en Occidente. Define el orden mundial emergente como un orden en el que «Democracias y autocracias se enfrentan en una competición para demostrar qué sistema de gobierno puede ofrecer mejores resultados a sus pueblos y al mundo».

A los observadores atentos de la política exterior norteamericana de los últimos tres años se les podría perdonar que se preguntaran si la administración ha conseguido alcanzar alguno de los objetivos concretos que se ha fijado. Pero para ser justos con la administración Biden, este tipo de fracasos se han convertido en algo habitual en los últimos 30 años.

El periodista y editor Lewis Lapham señaló ya en 2002 que «los artífices de la política exterior de los Estados Unidos en el transcurso de los últimos cincuenta años han abrazado un sueño de poder casi tan jactanciosos como el que unió a los discípulos de Osama Bin Laden a la bandera de la yihad».

En los 20 años transcurridos desde que Lapham escribiera esas palabras, los Estados Unidos han tropezado con múltiples desastres en política exterior, incluyendo, entre otros, las innecesarias y contraproducentes operaciones de cambio de régimen en Libia y Siria, las fallidas empresas de construcción nacional en Afganistán e Irak, y el actual enfrentamiento entre la OTAN y Rusia en Ucrania.

Sin duda, ha llegado el momento de una política de repliegue y de un cambio hacia un enfoque basado en una concepción hemisférica de la seguridad nacional estadounidense.

La vieja forma de actuar ha fracasado: ochenta años después del final de la II Guerra Mundial, los Estados Unidos disponen de casi 800 bases militares y puestos avanzados en todo el mundo, un presupuesto anual de seguridad nacional de más de un billón de dólares, y compromisos bilaterales formles de defensa con 69 países.

Además, los Estados Unidos parecen haberse comprometido con la seguridad y la prosperidad de países con los que no está vinculado por ningún tratado, como Israel y Ucrania.

Los peligros de la sobreextensión norteamericana y el deseo de Washington de rehacer el mundo a su imagen han sido evidentes a lo largo de decenios.

Llevan dando la voz de alarma desde hace generaciones venerados analistas y pensadores de todo el espectro político, como George F. Kennan, George Ball, William Pfaff, Reinhold Niebuhr, Walter Lippmann, Ronald Steel, Jack Matlock, Chas Freeman y John Mearsheimer.

Sin embargo, nuestra clase política profesional no ha querido o no ha sido capaz de considerar alternativas de sentido común a la llamada «gran estrategia» de hegemonía mundial norteamericana expuesta por Paul Wolfowitz en 1992.

Fue entonces, como subsecretario de política en el Pentágono, cuando Wolfowitz se convirtió en autor de la Defense Planning Guidance, que postulaba que «si fuera necesario, Estados Unidos debe estar preparado para emprender acciones unilaterales» con el fin de «impedir la reaparición de un nuevo rival».

La nueva estrategia de defensa, escribió Wolfowitz,

«….requiere que nos esforcemos por impedir que cualquier potencia hostil domine una región cuyos recursos serían, bajo un control consolidado, suficientes para generar un poder global. Entre estas regiones se cuentan Europa Occidental, Asia Oriental, el territorio de la antigua Unión Soviética y Asia Sudccidental».

En un curioso giro de la historia, aunque la doctrina de Wolfowitz fue vapuleada por la prensa y desautorizada públicamente por la administración de la época, en los años siguientes, poco a poco (bajo Bill Clinton) y luego de golpe (bajo George W. Bush) su visión se convirtió en piedra angular de la política de seguridad nacional estadounidense. Del mismo modo que el “Telegrama Largo” de George Kennan marcó la pauta de la política norteamericana durante los cuarenta años de Guerra Fría, la doctrina de Wolfowitz sobre la primacía mundial marcó la agenda del mundo posterior a la Guerra Fría.

Treinta años de Wolfowitz han sido más que suficientes, gracias.

A medida que el mundo sigue evolucionando y el centro de gravedad se desplaza del Atlántico Norte a Eurasia y el Sur Global, Washington estaría seguramente mejor servido si abandonara sus pretensiones globales y se centrara en asegurar su propio vecindario en el Hemisferio Occidental.

Estados Unidos puede y debe seguir una política de seguridad nacional que renuncie a la costosa estrategia de la presencia militar avanzada estadounidense y traiga de vuelta a las tropas norteamericanas. Después de todo, como ha señalado un condecorado coronel (retirado) del ejército estadounidense Douglas Macgregor, «la presencia avanzada disuade en realidad a los ‘aliados’ y ‘socios’ de asumir la plena responsabilidad de su propia defensa». En una época dominada por los sistemas de inteligencia, vigilancia y reconocimiento-ataque guiados con precisión, cualquier fuerza de presencia avanzada – aeroespacial, marítima o terrestre – corre el riesgo de ser aniquilada en la fase inicial de cualquier ataque enemigo similar o casi similar».

Como se ha dicho muchas veces, Europa es muy capaz de cuidar de sí misma tanto económica como militarmente. Ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos deberían ceder por fin la tutela sobre las cuestiones relativas a la seguridad europea. Recordemos que ya en 1958, el Presidente Dwight D. Eisenhower expresó su frustración por la obstinada falta de voluntad de Europa para cuidar de sí misma. Según el historiador William R. Keylor, Eisenhower creía que ya era hora de «destetar» a los Aliados de su excesiva dependencia de Estados Unidos «y animarles a hacer mejores esfuerzos por su cuenta».

Los beneficios de una política de seguridad menos eurocéntrica son demasiado evidentes a la luz de los acontecimientos actuales. Dadas las realidades geopolíticas emergentes en Asia, sería útil que los Estados Unidos se replantearan su postura en Europa. Una forma de indicar a los europeos que ha llegado el momento de que se valgan por sí mismos sería abrir por primera vez en la historia de la OTAN el puesto de Comandante Supremo Aliado en Europa (SACEUR) a los que no son norteamericanos. Aunque una retirada total de la alianza parece muy poco probable a corto o medio plazo, quedan otras opciones, como reducir el número de efectivos militares norteamericanos en Europa, que actualmente se calcula en 100,000. Un cambio de este género quizás disiparía los temores (y la beligerancia) de Rusia respecto a la Alianza del Atlántico Norte, y podría proporcionar a los europeos una oportunidad para elaborar por fin una nueva arquitectura de seguridad global que tenga en cuenta los intereses de seguridad de toda Europa.

De hecho, este cambio permitiría a los Estados Unidos desplegar sus recursos en el hemisferio occidental. Una forma de hacerlo sería utilizar el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá (USMCA) de 2020 como marco para aplicar disposiciones de defensa mutua entre las tres naciones, con vistas a ampliarlo a otros países estratégicamente relevantes, como Panamá y Colombia.

Una alianza hemisférica que se extienda desde el Ártico hasta el Canal de Panamá podría ir acompañada razonablemente de un Nuevo Plan Marshall para América Latina con el fin de ganar corazones y mentes, y ayudar a hacer frente a la lacra del tráfico de drogas y de seres humanos que aflige a la región desde hace mucho tiempo. Al fin y al cabo, ¿no debería ser prioritario asegurar la frontera norteamericana antes que la ucraniana?

No cabe duda de que propuestas como éstas suscitarán acusaciones de fomentar el aislacionismo, o algo peor. Que así sea.

El hecho es que la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos nos ha dejado demasiado a menudo a merced de estados clientes, de Taiwán a Ucrania, pasando por Georgia e Israel: estados que están demasiado ansiosos por aprovechar, con la implacable agitación de sus grandes y bien financiados grupos de presión nacionales, la generosidad y el poderío militar estadounidense en disputas que poco o nada tienen que ver con la seguridad real de los Estados Unidos.

Una postura hemisférica permitiría a los Estados Unidos, tres décadas después del final de la Guerra Fría, reorientar por fin los recursos que tanto necesita hacia aquel al que pertenecen: el pueblo norteamericano.

Fuente: Responsible Statecraft, 5 de septiembre de 2023

Katrina Vanden Heuvel 

directora editorial y editora de The Nation, semanario de izquierdas que dirigió entre 1995 y 2019. Escribe una columna semanal para The Washington Post y es presidenta del American Committee for U.S.-Russia Accord.

Daniel Larison 

doctor en Historia por la Universidad de Chicago, es columnista habitual de Responsible Statecraft, redactor colaborador de Antiwar.com y ex redactor jefe de la revista The American Conservative. Escribe regularmente en su propio boletín, Eunomia, alojado en Substack.

James Carden 

columnista y fue asesor de la Comisión Presidencial Bilateral Estados Unidos-Rusia en el Departamento de Estado norteamericano. Sus artículos y ensayos han aparecido en una amplia variedad de publicaciones como The Nation, The American Conservative, Responsible Statecraft, The Spectator, UnHerd, The National Interest, Quartz, The Los Angeles Times y American Affairs.