En el partido La Izquierda (Die Linke) y en revistas y periódicos del espectro que va de la izquierda hasta la izquierda radical, como Analyse & KritikND (Neues Deutschlando incluso Der Freitag, una pequeña pero ruidosa minoría expresa su opinión sobre la guerra en Ucrania. En publicaciones procedentes de contextos de la izquierda radical, hoy muy abiertas a posiciones verde-liberales y a veces incluso conservadoras, como Jungle World y Taz (Tageszeitung) así como en el entorno de Bündnis 90/Die Grünen (Alianza 90/Los Verdes) estas voces no son minoritarias, sino que forman una mayoría. ¿Quién son? Los partidarios del suministro de armas a Ucrania.

No es la intención aquí discutir los pros y los contras de tales entregas de armas y los apoyos que subyacen, en su mayoría aceptados sin problemas, en la historia y el funcionamiento de la política internacional en un sistema anárquico de Estados. Tampoco se pretende tratar la cuestión de por qué los jóvenes de izquierdas o los Verdes con una identidad de izquierdas se inclinan especialmente con fuerza hacia esta posición. Baste con retener que esto tiene causas que no se explican únicamente por el dominio político y mediático de la posición favorable al suministro de armas. Es más útil entender que la guerra de Ucrania apela a convicciones básicas muy potentes de la izquierda: una posición antibelicista, el antifascismo y la solidaridad internacional con los débiles. Aquí se intentará, más bien, contribuir a la clarificación de las diferencias internas de la izquierda sondeando y poniendo de relieve las contradicciones y aporías fundamentales de los partidarios de izquierda e izquierda radical con el suministro de armas.

El derecho a la autodefensa

Su posición puede ser esbozada brevemente del siguiente modo: Rusia ha invadido Ucrania violando el derecho internacional, sin lugar a dudas. Por lo tanto, existe el derecho a la autodefensa y la reclamación de solidaridad internacional, lo que significa apoyar a «Ucrania» en su guerra de autodefensa contra la invasión rusa, no solo a través de la más amplia ayuda humanitaria a los refugiados, el asilo a los objetores de conciencia, el apoyo a los movimientos rusos contra la guerra y, posiblemente, con la persistente y fundamentada exigencia de un alto el fuego, sino verdaderamente en el sentido militar más estricto. Putin es un gran-ruso, un fascista étnico que ha negado públicamente el derecho de Ucrania a la existencia y el que, siguiendo esta ideología genocida (y no intereses económicos, geopolíticos, de seguridad, etc.), ha invadido Ucrania en una guerra de exterminio. “Como en su día hizo Hitler», dicen muchos explícitamente, otros solo lo sugieren. Hitler, sin embargo, solo pudo ser detenido por la fuerza de las armas. Lo mismo debe ocurrir ahora. Y de esto se deduce inmediatamente que hay que estar a favor de la entrega de vehículos de combate de infantería, carros de combate, posiblemente aviones de combate o incluso el despliegue de tropas de la OTAN. En definitiva, todo lo que sea necesario para echar a Rusia («los fascistas rusos») de Ucrania. Muchos piensan: Esto debe suceder porque de lo contrario el «Mal» aún saldrá ganando.

Por el contrario, quienes alertan de una espiral de escalada bélica en Ucrania, una sangrienta guerra de desgaste con cerca de 1.000 muertos diarios en ambos bandos y un sonambulismo hacia una tercera guerra mundial -como el intelectual marxista ucraniano Volodymyr Ishchenko o el activista ucraniano Yuri Sheliazhenko, o como los más de 700.000 firmantes del «Manifiesto por la paz» de Sahra Wagenknecht y Alice Schwarzer – y se expresan críticamente contra el suministro de armas y en su lugar piden esfuerzos diplomáticos para una solución de paz mediada internacionalmente, son acusados de sucumbir a la propaganda de miedo de Putin, los que quieren dejar a «Ucrania» a su suerte y obligarla a capitular. Son los que representan una «política de apaciguamiento», como en su día hicieron Neville Chamberlain y compañía con el Acuerdo de Munich de 1938, animando simplemente a Putin a continuar, a invadir quizás los Estados bálticos (aunque, a diferencia de Ucrania, hace tiempo que forman parte de la OTAN), igual que Hitler invadió entonces Polonia en 1939, y así sucesivamente. De ahí a las acusaciones de «lumpenpacifistas» y «juramentados de la paz» ([dicho por el publicista y columnista de Der Spiegel] Sascha Lobo), «pacifistas sumisos sin conciencia» ([dicho por el polítologo] Herfried Münkler), o «quinta columna de Vladimir Putin» ([dicho por el político del FDP] Alexander, Conde de Lambsdorff), no hay mucho trecho. [NdR]

Detrás de las comparaciones ahistórico-esquemáticas, caracterizadas por la ignorancia tanto de la historia como del presente, se esconde un revisionismo histórico hasta ahora temido con razón por estos mismos izquierdistas y radicales de izquierda, que relativiza la guerra de exterminio alemana en el Este y el Holocausto, y que posiblemente cambiará de forma irreversible la República Federal y su política de la historia durante las próximas décadas. Este es un aspecto esencial, pero en absoluto el más destacable, del que casi no se oye hablar a esas voces de izquierdas que en su día vigilaron con cien ojos la «singularidad» de la «guerra de exterminio» alemana y la «ruptura de la civilización de Auschwitz». Ni del hecho de que esta posición con la exigencia de la defensa militar de Ucrania, presentada con una gran convicción, esté ni en el más raro de los casos pensada desde su extremo y reflexionada sobre el trasfondo de la situación estratégica concreta, que hace altamente improbable una victoria militar o un colapso de todo el ejército ruso sin el despliegue directo de tropas de la OTAN. E igual de escaso es el hecho de que con esta actitud no se suelen nombrar los dilemas de la propia posición y las posibles consecuencias imprevistas de las «propias» acciones como tampoco se consideran y sopesan los riesgos reales, en última instancia inevitablemente incalculables, de las propias consideraciones: es decir, el uso de armas nucleares termobáricas, químicas y tácticas rusas en Ucrania, una tercera guerra mundial de origen nuclear más allá de las fronteras de Ucrania.

La miseria de la crítica del Estado

Lo que es particularmente chocante, más bien, es que los que todavía estaban activos o socializados en círculos de lectura antes del 24 de febrero de 2022, donde leían a Karl Marx, Nicos Poulantzas y Ellen Wood, Frank Deppe, Alex Demirovic y Joachim Hirsch, y reflexionaban sobre cuestiones de teoría del Estado, escribían artículos, a veces libros enteros sobre ello; aquellos que fueron siempre anarquistas estrictos o gramscianos que apostaban por movimientos políticos radicales antes del 24 de febrero de 2022; los que advertían contra cualquier participación de izquierdas en el gobierno como una forma de venderse, o ni siquiera acudían a las urnas ellos mismos porque «si las elecciones cambiaran algo, estarían prohibidas», son la misma gente que descubre ahora de repente el Estado burgués-capitalista como vehículo para su política, especialmente tal y como es y está siendo gobernado actualmente. No menos chocante es que precisamente los envejecidos anti-alemanes que a principios de los 90 combatieron a los viejos movimientos de liberación nacional y a los que se relacionaban con el viejo antiimperialismo, argumentando que sus «guerras populares» eran brutales y nacionalistas y desdibujaban el antagonismo de clase, son los que hoy, tras años de repliegue a la vida privada, se muestran especialmente apasionados por la «guerra popular» de los ucranianos, porque una vez más hay que volver a dar caza a los viejos fantasmas: el movimiento pacifista y el antiimperialismo de miras estrechas.

Se podría suponer que quienes argumentan de esta manera, como se ha esbozado al principio, organizarían la solidaridad internacional de una manera muy práctica en la sociedad civil con el trasfondo de sus puntos de referencia políticos y teóricos específicos. Que ellos, siguiendo el ejemplo histórico de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española o del actual Batallón Internacional de la Libertad para la defensa de las regiones autónomas kurdas, acudirían a las trincheras frente a Bachmut como voluntarios internacionales. O, como mínimo, utilizarían su alcance periodístico para llamar a la participación en los combates que allí se libran, los cuales ha descrito el jefe del Estado Mayor estadounidense, Mark A. Milley, el militar de más alto rango en Estados Unidos, como «una gran batalla de desgaste con un número de bajas muy elevado, especialmente en el bando ruso». Sin embargo, en lugar de ello, los radicales de izquierda exigen hoy al Estado, al que antes consideraban capitalista e imperialista y sobre el que tienen una influencia nula, la entrega de vehículos y blindados «Gepard», «Marder», «Leopard 2» o aviones de combate y, quién sabe, incluso el despliegue de tropas de la OTAN, porque ellos mismos no presentan alternativas propias, porque callan ante el discurso imperante, o como mínimo lo dan por bueno, o incluso trasladan su activismo a atacar las voces críticas dentro de la izquierda en línea con los Lobos, Münklers y Graf Lambsdorffs de este mundo.

Ahora bien, Ucrania no es la República española, ni tampoco Rojava. No se trata de una revolución anarco-comunista que quiere defenderse del fascismo, ni de un proyecto de nuevo modelo democrático que es atacado desde fuera, sino de un Estado completamente dependiente de Occidente militar y financieramente, apenas menos autoritario y oligarca-capitalista que su vecino Rusia, en el que los partidos socialistas de oposición y los símbolos comunistas fueron prohibidos por «prorrusos» ya antes de que comenzara la guerra, y en el que, tras la prohibición de la gran «Plataforma de Oposición – ¡Por la Vida!» y otros diez partidos, el partido del oligarca y expresidente Petro Poroshenko es la única oposición al gobierno que queda. Se trata de un Estado en el que se declaró el estado de excepción incluso antes de que empezara la guerra, se suspendieron los derechos civiles fundamentales, se reclutó en las calles a personas de 18 a 60 años aptos para el combate y se detuvo en la frontera a más de diez mil objetores de conciencia para enviarlos a la guerra; un Estado en el que una ley antisindical (de 17 de agosto de 2022) obliga a los trabajadores, con una tasa de desempleo del 24,5%, a negociar individualmente sus salarios con sus jefes, por lo que los primeros han caído un 27% en 2022, mientras que el gobierno está «negociando» actualmente un programa de ajuste estructural con el Fondo Monetario Internacional que obligará a Ucrania a gigantescas privatizaciones de grandes empresas estatales, importantes recortes sociales y medidas de liberalización y desregulación. Ucrania, según declaró a finales del año pasado la ministra ucraniana de Economía, Yulia Sviridenko, se está convirtiendo en una «economía abierta» (Open Economy) mientras que Olexander Pisaruk, director general del Raiffeisen Bank Ukraine y antiguo hombre del FMI, se regocijaba: «Espero que ésta sea la tercera oportunidad de Ucrania. La primera fue la Revolución Naranja en 2004, que desgraciadamente fue una oportunidad perdida del Raiffeisen Bank. Maidan (2014) no se perdió del todo, ¡pero nunca hemos tenido una reforma de esta envergadura en Ucrania!».

A coro con los gobernantes

En resumen, la comparación con España en 1936 o Rojava en 2016 es poco convincente, al menos desde una perspectiva de izquierdas; a menos, por supuesto, que los partidarios de las entregas de armas de izquierdas y de la izquierda radical compartan fundamentalmente la valoración de los gobiernos estadounidense y alemán de que la guerra en Ucrania es un «conflicto de valores» en el que «Ucrania» está defendiendo la «libertad y la democracia» de «Occidente» frente al «autoritarismo oriental». En cualquier caso, cuando los izquierdistas y los radicales de izquierda hablan de autodefensa militar contra el ataque ruso, la creación de brigadas internacionales sería coherente. Pero tales iniciativas no se encuentran en este país, o tan solo por parte de los neonazis, lo que significa, por el contrario, que los radicales de izquierda, que normalmente siempre aparecen como antisistema, hoy simplemente quieren y defienden exactamente lo que los gobernantes están haciendo en este momento y lo que se está imponiendo como opinión mayoritaria con mucho esfuerzo propagandístico en la radio y la prensa.

Por supuesto, una posición puede ser correcta aunque esté en consonancia con la opinión dominante y contradiga a una mayoría de la población. Así, los partidarios de la izquierda y la izquierda radical de la entrega de armas argumentan que, ante la guerra rusa, al fin y al cabo, hay que solidarizarse con Ucrania y defender su soberanía. Quizás sería demasiado esperar que los izquierdistas mostraran su solidaridad con los trabajadores ucranianos en esta situación excepcional centrándose en la campaña internacional de los sindicatos ucranianos contra las duras leyes antisindicales. O que defiendan la soberanía del Estado ucraniano denunciando el actual programa de saqueo del FMI y del capital internacional y lanzando una gran campaña por una reducción de la deuda del país y de su población amargamente pobre. Esto sería necesario, pero podría parecer una farsa a algunos, o incluso ser interpretado por otros como desmoralizador hacia las tropas.

Así que también necesitamos respuestas a la pregunta de cómo solidarizarnos con el pueblo que ahora mismo es víctima de una guerra que le ha sido impuesta por Rusia. Una cosa es que los partidarios del suministro de armas de izquierdas hablen de solidaridad con Ucrania o con la resistencia ucraniana, pero entienden que esto se refiere al gobierno ucraniano y a su cúpula militar, a los que los Estados de Occidente suministran armas. El hecho de que estos izquierdistas aparentemente no puedan imaginar otra forma de solidaridad de la izquierda con la población civil ucraniana que el hecho de que los Estados imperialistas suministren armas a una zona de guerra, que les sea ajena la idea de que podría ser una forma de solidaridad impedir una escalada de la guerra en curso sobre las espaldas de la población ucraniana, presionar por un alto el fuego y promover la resistencia civil, revela hasta qué punto la lógica de los militares ha penetrado en el pensamiento de la izquierda. Es una prueba de la tesis de que, como tendencia, quienes están más alejados de las cuestiones militares y estratégico-militares revelan una disposición mucho mayor a recurrir a soluciones violentas, mientras que militares de alto rango como el Jefe del Estado Mayor estadounidense Mark A. Milley o generales retirados del Bundeswehr como Harald Kujat, Erich Vad o Helmut W. Ganser, liberados por tanto de consideraciones políticas, conocen por experiencia propia los límites de lo militar y advierten contra la ilusión de una solución militar en Ucrania.

Pero volvamos al supuesto de que existe un derecho de autodefensa para los Estados (pueblos) que se convierten en víctimas de guerras de agresión. Al principio de la guerra, Gregor Gysi, político del partido La Izquierda, dijo que esto implicaba la obligación moral de permitirles hacerlo, es decir, suministrándoles armas. Según Gysi, no se puede, por un lado, reconocer que existe tal derecho y, por otro, negar a los atacados las armas para ejercerlo. Así que, en esencia, el suministro de armas es lo correcto. Solo no lo es en el caso de Alemania, por responsabilidad histórica por la guerra de exterminio alemana en el Este, en la que 27 millones de ciudadanos soviéticos -ucranianos, bielorrusos, rusos, etc. pagaron con sus vidas, la mitad de ellos civiles.

Así que, al final, Gysi se pronunció, no obstante, en contra de las entregas de armas del gobierno alemán, con el trasfondo de la historia alemana. Pero la lógica es clara: si un país es atacado, existe la obligación moral de suministrar armas. La ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock y una amplia opinión pública también lo ven así.

La cosa se vuelve un poco desagradable e incómoda cuando uno se da cuenta de que, según esta lógica, el gobierno alemán tendría que suministrar armas a la población yemení para su autodefensa contra la guerra genocida de agresión de la dictatorial Arabia Saudí. Y armas a la población kurda del norte de Siria y del norte de Irak para poder defenderse de la guerra del autócrata turco Erdogan. La guerra de invasión saudí en Yemen ha provocado hasta la fecha más de 380.000 muertos, cuatro millones de refugiados y 19 millones de personas que pasan hambre, según cifras de la ONU. Según datos de Human Rights Watch, «Arabia Saudí y los socios de la coalición (…) están bombardeando hospitales, guarderías, escuelas» y son responsables de innumerables «crímenes de guerra». La guerra de agresión turca contra los territorios kurdos autodeterminados en Irak y Siria, a su vez, ha desplazado a más de medio millón de personas, se ha cobrado decenas de miles de vidas, entre ellas innumerables civiles, mientras que Erdogan ha bombardeado regularmente zonas habitadas kurdas en su propio país también de forma criminal.

¿Orientado por los valores?

Pero en lugar de seguir su automatismo moral, el gobierno alemán no solo encubre, sino que incluso apoya activamente las guerras de invasión de Turquía, socio autocrático de la OTAN, y de la dictadura de Arabia Saudí, vinculada a Occidente. Por ejemplo, la ministra de Asuntos Exteriores de los Verdes, Annalena Baerbock, viajó a Turquía tras el inicio de la guerra y elogió «nuestra sólida cooperación germano-turca» y el hecho de permanecer juntos contra Rusia. A su vez, el Ministerio de Economía de Robert Habeck levantó la prohibición de exportar armas a la dictadura beligerante tras el asesinato del periodista saudí Jamal Khashukji en septiembre de 2022 y aprobó munición y equipamiento alemán por valor de 38,8 millones de euros precisamente para los aviones de combate responsables de crímenes de guerra como el bombardeo de objetivos civiles. Y todo ello aparentemente, como sospechaba incluso el programa de noticias «Tagesschau«, con la «esperanza del petróleo y el hidrógeno».

Sin embargo, los representantes del gobierno alemán no se avergüenzan de describir su conducta como «política exterior orientada a los valores» en el sentido de un «orden mundial basado en normas» o, como dijo recientemente Baerbock durante la Conferencia de Seguridad 2023 de Múnich, «guiada por el orden pacífico europeo, la Carta de las Naciones Unidas y el derecho internacional humanitario».

Ahora, sin duda, la izquierda y los radicales de izquierda que, en línea con el gobierno alemán, abogan por el «derecho de autodefensa» y la entrega de armas, también denuncian esta hipocresía y doble moral occidentales. En esto hay acuerdo. Sin embargo, no están siguiendo intelectualmente a Egon Bahr, el arquitecto de la nueva política hacia el Este (Ostpolitik) del antiguo canciller federal del SPD, Willy Brandt. En 2013 Egon Bahr, dirigiéndose a la generación joven, advirtió: «En política internacional no se trata nunca de democracia o de derechos humanos. Se trata de los intereses de los Estados. Recuérdenlo, no importa lo que les cuenten en las clases de historia». En su lugar, ellos se sitúan, consciente o inconscientemente, en el punto de vista por el que, si bien la política del gobierno alemán practica una doble moral y es hipócrita, una «política exterior orientada a los valores» puede existir en principio incluso con este Estado del capital y es buena en sí misma, solo tiene que aplicarse de forma coherente y creíble.

A la inversa, esto significaría que, a partir de ahora, en la práctica, los izquierdistas políticos son los que al Estado, sobre el que por lo general no tienen influencia alguna y al que rechazan en teoría, exigirían: «¡Entrega por fin armas en (casi) todas las zonas de guerra del mundo!» Porque en la inmensa mayoría de las guerras del mundo hay un agresor o invasor (y no es precisamente raro que se trate de un estado o aliado de la OTAN). Es más: como en la izquierda hay aún más gente a favor de las sanciones que a favor de la entrega de armas – incluso en la dirección del partido La Izquierda hay ahora una mayoría a favor de las sanciones con respecto a la guerra de Ucrania -, en el futuro tendrían que pedir sanciones contra innumerables Estados del mundo en comentarios y artículos y escribirlo en sus programas electorales, tendrían que justificar los efectos sobre las clases bajas de (casi) todos los países, etc. Por supuesto, ningún político de la izquierda radical o del partido La Izquierda haría todo esto, ni siquiera la clase política de Alianza 90/Los verdes, que apuesta por las «soluciones militares» y las sanciones como medio de una política exterior completamente normal. Pero sería lógico y consecuente.

Respuestas desagradables

Sin embargo, el hecho de que los defensores de las entregas de armas (y sanciones) de izquierdas no hagan todo esto no lo hace menos incómodo. Al contrario, puesto que surge la pregunta: ¿Por qué piden entregas de armas (y/o sanciones) en un lugar -como en el caso de Ucrania- pero no en otro -por ejemplo, para Yemen, las zonas kurdas del norte de Siria y el norte de Irak- puesto que ello sería la consecuencia lógica de sus propios valores? ¿Por qué la gente no escribe largos editoriales y mordaces comentarios, organiza manifestaciones y actos hasta que por fin se les escucha y se hace justicia?

Solo hay dos respuestas posibles a esta pregunta: o bien es el resultado de una actitud de fondo racista intuitiva que considera que los ucranianos blancos-cristianos tienen más valor que los musulmanes no blancos. Con la excepción de algunos izquierdistas y ex-izquierdistas socializados como anti-alemanes, es poco probable que este sea el caso. O bien su propia política – al menos la dirigida hacia el exterior y que hoy prima sobre todo lo demás – es y sigue siendo un apéndice totalmente determinado heterónomamente por la política dominante, la política del Estado que, sin embargo, antes se la descubría como capitalista y por una esfera pública mediático-burguesa que una vez, se quiso haber aprendido a pensarla como un «aparato ideológico del Estado» (Louis Althusser).

Es probable que ambas respuestas resulten extremadamente incómodas para los partidarios de la izquierda y la izquierda radical de la política de suministro de armas imperante.