El director de orquesta Valery Gergiev, conocido aliado de Vladimir Putin que apareció en uno de los vídeos de su campaña electoral, ha visto cancelados sus conciertos y contratos con la Metropolitan Opera de Nueva York, con las Orquestas Filarmónicas de Viena y Múnich, la Ópera de La Scala de Milán, el Festival de Edimburgo y el Festival de Verbier, entre otros. La soprano Anna Netrebko, ante la perspectiva de prohibiciones similares, ha cancelado todas sus actuaciones hasta nuevo aviso. Se ha referido con admiración a Putin y ha posado con la bandera de los separatistas ucranianos prorrusos.

La Royal Opera House y el Met han cancelado las actuaciones de los ballets Bolshoi y Mariinsky. Los concursos de piano de Dublín y Calgary se han negado a aceptar participantes rusos. La Orquesta Filarmónica de Cardiff, de carácter amateur, ha retirado un concierto de Tchaikovsky que incluía la Obertura 1812. La Orquesta del Teatro Suizo de Bienne Soleure ha cancelado las representaciones que le quedaban de la ópera Mazeppa, de Tchaikovsky.

Algunos músicos rusos, como los pianistas Evgeny Kissin y Alexander Melnikov, los directores de orquesta Vasily Petrenko y Semyon Bychkov, y la soprano Natalia Pschenitschnikova, se han pronunciado en contra de la guerra. No se enfrentan a cancelaciones. Al mismo tiempo, hemos sido testigos del esfuerzo por ensalzar la música y los músicos que pueden clasificarse como ucranianos, en lugar de rusos, por muy difícil que sea en algunos casos establecer una clara distinción.

No hay nada nuevo en el alistamiento de la música y los músicos en causas políticas. Cuando estalló la guerra franco-prusiana en 1870, año del centenario del nacimiento de Beethoven, su música se presentó en Alemania como encarnación de la pureza, la salud, la fuerza y la solidez moral, en contraste con la supuesta decadencia moral, la salud debilitada y la decadencia de la cultura francesa.

Desde el otro lado, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, Debussy le escribió a un alumno que «vamos a pagar muy caro el derecho a que no nos guste la música de Richard Strauss y Schoenberg» y que «el arte francés tiene que tomarse la revancha tan en serio como el ejército francés». Comenzó a llamarse a sí mismo «musicien français» y desarrolló un nuevo lenguaje musical arraigado en los ideales de la antigüedad y el clasicismo, más alejado de la música germánica (especialmente la de Wagner) que antes.

En cambio, durante la Segunda Guerra Mundial, la pianista británica Myra Hess dio conciertos regulares en la National Gallery de Londres, incluso en el momento más álgido del Blitz, interpretando a menudo música austro-alemana, incluida la de Beethoven.

Sin embargo, al final de la guerra la situación volvió a complicarse. Compositores, directores e intérpretes alemanes, como Richard Strauss, Hans Pfitzner, Wilhelm Furtwängler, Eugene Jochum, Walter Gieseking y Elisabeth Schwarzkopf se encontraron bajo una intensa sospecha y vieron limitada su capacidad de actuación. La desnazificación se aplicó de forma inconsistente: Gieseking pudo actuar durante un tiempo en la zona francesa, pero no en la británica ni en la estadounidense; Carl Orff se encontró con que no podía trabajar en Múnich, pero sí en Stuttgart, donde uno de los funcionarios locales de teatro y música era uno de sus antiguos alumnos; ambas ciudades estaban bajo administración estadounidense.

Menores sospechas recayeron sobre ciudadanos comprometidos de otras naciones, como el director de orquesta rumano George Georgescu o el pianista Dinu Lipatti, que habían realizado giras de conciertos por zonas ocupadas por la Alemania nazi, o el director de orquesta japonés Hidemaro Konoye, que dirigía con regularidad la Filarmónica de Berlín e incluso había grabado el Horst-Wessel-Lied [himno del Partido Nacional Socialista Alemán] con ellos. También se presumía que muchas figuras clave implicadas en el desarrollo de la nueva música en Alemania después de 1945 pertenecían a un ámbito ajeno al nazismo, como Werner Meyer-Eppler, el fonetista, físico, defensor de la música electrónica y profesor de Stockhausen. Pero Meyer-Eppler había sido una figura prominente en el Nationalsozialistische Fliegerkorps, y en uno de los grupos de científicos de élite que trabajaban en importantes programas militares durante el último año de la guerra. Los ocupantes británicos le prohibieron trabajar en su universidad de Bonn. Sólo reinventándose a sí mismo a la manera de un tipo diferente de erudito, estudiando la fonética y la síntesis del habla (sin la cual la historia de la elektronische Musik podría haber sido muy diferente), pudo Meyer-Eppler volver a un puesto universitario completo.

La mayoría de estos músicos habían participado en actividades que en cierto sentido glorificaban o hacían propaganda de un régimen genocida. Sin embargo, la preocupación desapareció rápidamente, la desnazificación se relajó y la dirección de orquesta alemana, en particular, se vio dominada a lo largo de los decenios posteriores a la guerra por hombres con historias personales y políticas mancilladas. La Guerra Fría se convirtió rápidamente en un escenario mucho más cargado. El valor propagandístico de los concursos musicales se hizo evidente para el Comité Central del Partido Comunista desde la victoria de Lev Oborin en el primer Concurso Internacional de Piano Frederyk Chopin en Varsovia en 1927. La primera edición del Concurso Internacional Chaikovski, celebrada en Moscú en 1958, la ganó el pianista tejano Van Cliburn, que había estudiado con la pianista rusa exiliada Rosina Lhévinne en la Juilliard School de Nueva York. Cliburn se convirtió en un héroe nacional de Estados Unidos, y fue recibió en un desfile en loor de multitud en su regreso triunfal a casa. Los soviéticos prestaron mayor atención a su estrategia de selección de competidores. Los concursos se habían convertido no sólo en una cuestión de los mejores intérpretes, sino de qué sistema político era mejor para cultivar el talento.

Los viajes internacionales de los músicos soviéticos fueron cuidadosamente limitados. A Sviatoslav Richter, nacido en Ucrania, no se le permitió visitar Occidente hasta 1960, a la edad de 45 años, porque su padre, de origen alemán, había sido detenido como presunto espía en Odesa en 1941 y ejecutado. A otros pianistas, como Maria Yudina, Vladimir Sofronitsky o Samuil Feinberg, rara vez se les permitió viajar, y sólo fueron conocidos por unos pocos occidentales a través de grabaciones difíciles de conseguir realizadas en la Unión Soviética. Los que desertaron, como el pianista Vladimir Ashkenazy y el violonchelista Mstislav Rostropovich, recibieron una intensa atención como propaganda de la mayor libertad artística que reclamaba Occidente. Cuando los músicos soviéticos conseguían viajar, sus conciertos solían verse envueltos en la política. Tras la invasión de Checoslovaquia en 1968, hubo manifestaciones ante una actuación de la Orquesta Estatal de la URSS en los Proms de Londres. Una gira británica prevista por el violinista David Oistrakh en 1971 se vio cancelada tras las expulsiones de diplomáticos, periodistas y académicos por parte del Reino Unido y la Unión Soviética. A finales de la década de 1980, las actuaciones musicales y de ballet de artistas soviéticos en San Francisco fueron objeto de protestas como parte de una campaña contra las políticas de la URSS que impedían la emigración judía a Israel.

El control estatal de la creación musical en la Rusia de Putin no está al nivel de la Alemania nazi o la Unión Soviética. Un músico no «representa» automáticamente al país o al régimen, aunque las oportunidades de hablar en contra del gobierno paraa los que aún siguen en Rusia ya son limitadas y es probable que lo sean aún más. El nacionalismo de Putin difiere en algunos aspectos del del siglo XIX, cuando «occidentalistas» y «eslavófilos» discutían sobre el futuro musical del país, así como sobre sus interacciones con Occidente. Pero no puede separarse totalmente de esas raíces, que informaron el lenguaje musical de Musorgsky, Balakirev, Rimsky-Korsakov y, en cierta medida, Chaikovski, algunos de cuyos aspectos se percibían como específicamente «rusos», opuestos en particular a lo que se consideraban normas germánicas.

En tiempos de guerra, es inevitable y no necesariamente inapropiado limitar algunas interacciones culturales con una nación enemiga, sobre todo como parte de una estrategia de aislamiento de un agresor. Si los rusos no pueden competir en eventos deportivos internacionales, ¿deberían ser diferentes las competiciones musicales? ¿Es más irrazonable querer posponer una representación de la ampulosa y militarista Obertura 1812 de lo que fue para el director de orquesta británico Mark Elder expresar sus dudas sobre la dirección de la Última Noche de los Proms tras el estallido de la Guerra del Golfo de 1991? (Elder fue rápidamente sustituido).

No se puede dar por hecho que las consideraciones morales y estéticas se reflejan mutuamente. Se ha hablado demasiado poco de las raíces de la Geräusch-Musik (música de ruido) en la visión militarista y misógina del mundo de los futuristas italianos alineados con el fascismo, en particular de Luigi Russolo; se trata de una consideración vital, pero no desearía que todo el género se viera por ello descartado A la inversa, no hay razón para esperar que la gente «buena» produzca arte importante, o que las obras que se alinean explícitamente con una causa digna -como las innumerables piezas conmemorativas del 11 de septiembre; sin duda, se está componiendo actualmente más de un lacrimógeno «Lamento por Ucrania» para orquesta de cuerda- deban considerarse automáticamente con un valor más amplio.

En el esperado caso de un alto el fuego definitivo y de la retirada rusa, ¿qué pasará entonces con la música y los músicos rusos? Cancelarlos a largo plazo sería inútil y culturalmente empobrecedor; espero que siga habiendo oportunidades para escuchar fuera de Rusia interpretaciones a cargo de Gergiev de música de Musorgsky, Chaikovski, Rimsky-Korsakov, Prokofiev y demás. Pero no debemos albergar la ilusión de que esa música está por encima de la política en algún reino trascendente.

[Agradezco a Sarah Innes, estudiante mía de doctorado las informaciónes relativas a los artistas soviéticos que visitaron el Reino Unido].

Ian Pace 

es profesor de Música en la City University de Londres. Consumado pianista profesional especializado en el repertorio de los siglos XXy XXI, fue alumno de György Sándor (discípulo de Bartók) y se formó en la Chetham School of Music, en The Queen´s College y en Oxford, y gracias a una beca Fullbright, en la Juilliard School de Nueva York.

Fuente:

The London Review of Books, 10 de marzo de 2022

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