Un grafiti contra José Antonio Kast, candidato presidencial para las elecciones, en las calles de Santiago de Chile.- Iván Alvarado / Reuters

Las protestas en todo el mundo en los últimos treinta años, de las protestas en México por el robo electoral de 1988 a la constituyente chilena, pasando por la década ganada en América Latina, las primaveras árabes o el 15M, están marcadas por la lucha contra el modelo neoliberal. Un modelo que se articuló con la crisis del keynesianismo y que fue aprovechado por las élites para vengarse de la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la aplicación posterior de los Estados sociales y desarrollistas. Por eso, el modelo neoliberal -apertura de fronteras al capital y mercancías, privatización del sector público y desregulación financiera y laboral- tuvo como laboratorio el Chile de Pinochet donde, tras el asesinato de Allende y otros 4.000 chilenos, se impusieron unas recetas económicas durísimas en un país donde estaban prohibidos los sindicatos y los partidos políticos de izquierda.

Las luchas populares en el siglo XX habían sido contra el capitalismo pero, a partir de los 80, la agenda era una suerte de «postneoliberalismo» que tenía como problema añadido que la socialdemocracia había abrazado también el desmantelamiento del Estado social. En España, el PSOE ponía en marcha la reconversión industrial, eufemismo para el desmantelamiento de la industria. Decía que bajar impuestos a los ricos era de izquierdas y empezaba la venta de las joyas de la corona del sector público que culminaría Aznar. No en vano, Margaret Thatcher diría aquello de que su principal obra no fueron las Malvinas ni crujir a los sindicatos mineros, sino «Tony Blair».

La discusión que ha habido, está habiendo y habrá en España entre el PSOE y Unidas Podemos en torno a la derogación de la reforma laboral, las pensiones y los alquileres o la manera que se asumió para frenar las protestas por el empeoramiento de las condiciones de vida –Ley Mordaza-, vienen de cuando la socialdemocracia europea tiró la toalla y se entregó a los principios neoliberales. En Chile, lo hicieron a los tiros. En Europa, lo hizo la socialdemocracia. Hay transformaciones que no podría hacer la derecha. De esas se encargaron los que se llamaban «socialistas».

Recordemos que la estela de Nadia Calviño, Escrivá o María Jesús Montero viene de los tiempos de la tercera vía de Tony Blair, del Neue Mitte de Gerhard Schröder y de Bill Clinton afirmando que la España de Felipe González le había inspirado para el corrimiento del Partido Demócrata hacia posiciones republicanas (¿se entiende mejor de dónde viene Donald Trump?). Blair, por cierto, terminó enriquecido –junto a Aznar- al calor del magnate de los medios, Rupert Murdoch, que fue el que propagó mintiendo que en Irak había armas de destrucción masiva (dos de los europeos de la foto de los Azores, que funcionó como detonante de la invasión, entraron en nómina del que inventó la mentira. Mientras, el tercero, Durao Barroso, recibió el premio de dirigir la Comisión Europea. Roma paga bien a los traidores). Schröder terminó, igualmente enriquecido, pero trabajando para Gazprom, el oleoducto ruso que tenía que ser el principal suministrador de gas a Europa.

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Los términos del manifiesto que firmaron Blair y Schröder, que aquí fue secundado por José María Aznar y Felipe González, son los mismos que hoy comparte el PP y que hemos escuchado a algunos sectores del PSOE muy influenciados por la retórica de ajuste europea. Era la lectura económica en el PSOE cuando Pedro Sánchez empezaba sus primeros pasos en el partido.

En ese Manifiesto -«The Third Way/Die Neue Mitte»-, la declaración conjunta de 1999 del Primer Ministro británico Tony Blair y del Canciller alemán Gerhard Schroeder, se sentaron las bases igualmente del giro de la Unión Europea que solo con la crisis del covid-19 parece haber empezado a virar. Aparentemente, ese manifiesto era una celebración del éxito de los partidos socialdemócratas, si bien gran parte del mismo podría haber venido fácilmente de los partidos de la denominada derecha: «Las empresas deben tener margen de maniobra para beneficiarse de la mejora de las condiciones económicas y aprovechar las nuevas oportunidades: no deben estar amordazadas por las normas y los reglamentos»; «las reducciones del impuesto de sociedades aumentan la rentabilidad y refuerzan los incentivos para invertir (…). Ayuda a crear un círculo virtuoso de crecimiento»; «hay que simplificar la fiscalidad de las empresas y reducir los tipos del impuesto de sociedades»; «la conciencia social no puede medirse por el nivel de gasto público. La verdadera prueba para la sociedad es la eficacia con la que se utiliza este gasto»; «la responsabilidad del individuo para con su familia, su vecindario y la sociedad no puede descargarse en el Estado»; «en el sector público debe reducirse la burocracia a todos los niveles, deben formularse objetivos de rendimiento y controlarse rigurosamente la calidad de los servicios públicos».

Todo un programa para una socialdemocracia que asumió, junto al liberalismo político -la vía electoral parlamentaria como la única vía para expresar los conflictos sociales-, el liberalismo económico, que en el siglo XX ya era neoliberalismo, esto es, un Estado al servicio del beneficio empresarial, con el necesario acompañamiento del incremento de las desigualdades, de la impotencia redistributiva del Estado, de los paraísos -refugios- fiscales y del incremento de la represión.

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Es en este marco en el que las élites, ante el nacimiento de una fuerza política claramente antineoliberal como Podemos, reclamaban una gran coalición entre el PSOE y el PP para mantener el statu quo. Y por eso, cada vez que el PSOE renuncia a pactar con Unidas Podemos el ahondamiento en  la agenda postneoliberal está trabajando para la gran coalición con la derecha, de la misma manera que cada vez que cede y cumple los acuerdos del Gobierno de coalición, el presidente Sánchez aprovecha y saca pecho y le dice a sus militantes lo socialistas que se han vuelto.

La agenda neoliberal, acordamos buscando una fecha, empezó en Chile con el golpe contra Allende -1973 fue también el año de la Guerra del Yon Kippur y la subida de los precios del petróleo y, sobre todo, del fin del capitalismo ordenado en Bretton Woods en 1945, con la liberalización de las monedas y pistoletazo de salida de la globalización-. A partir de entonces, con el Plan Condor y la represión de la izquierda de manera global, al igual que con la creación de la Trilateral (primer gobierno de la globalización en la sombra), comienza una arquitectura financiera internacional, mezcla de látigo económico y de pérdida de libertades ordenado supranacionalmente, que se ha comido buena parte de la soberanía de nuestros países.

Por eso, lo que hoy se juega en Chile si gana Gabriel Boric va más lejos de la expulsión de Kast, un neonazi que quiere regresar el pinochetismo a Chile y seguir los pasos de Bolsonaro. Es una señal regional del agotamiento del modelo neoliberal que debe llegar también a Europa. No en vano, la derecha y la ultraderecha mundial se han movilizado a favor de Kast, mientras la izquierda postneoliberal apuesta por Boric. No es extraño el apoyo entusiasta de Podemos a la candidatura de Boric ni tampoco el silencio del PSOE -después de haber entregado al canciller de Piñera, que apoya a Kast, la Secretaría Iberoamericana-. En Chile se está dirimiendo la misma pelea que hay en Europa entre una salida democrática a la crisis de 2008 y la del coronavirus, o un regreso a la noche de los tiempos. Y entendemos el apoyo del PP y de VOX a la apuesta reaccionaria de Kast, pero hace falta más firmeza en la socialdemocracia para no hacer el juego a cualquier forma de gran coalición. Gran coalición que no deja de ser la apuesta de las élites una vez que han fracasado con el plan de Ciudadanos y a las que el Gobierno del PP con Vox les abriría muchas incertidumbres como pasó en Alemania en 1933.

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