El poderoso discurso del presidente supone un giro radical en la manera de entender la economía nacional y el papel de los ciudadanos en ella

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Hace menos de dos semanas, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, compareció por primera vez ante el Congreso para presentar la última parte de un ambicioso conglomerado de estímulos económicos que asciende a seis billones de dólares. Junto a la retórica patriótica que acostumbra y una descripción detallada de sus logros recientes, se refirió a los miles de personas que, en el último año, se han enfrentado a unas condiciones de vida durísimas acuciadas por la pandemia. Gente en las colas de bancos de alimentos, esperando una bolsa de comida, “sin que sea su culpa”, enfatizó, “sin que sea su culpa”. En el reino del sálvese quien pueda, donde se responsabiliza –y criminaliza– al pobre por su propia pobreza, este discurso tan poderoso supone un cambio radical en la manera de entender la economía nacional y el papel de los ciudadanos en ella. Si la culpa de su miseria no es de los pobres, la lente pasa a enfocar al Gobierno, y aquí es donde Biden entra con un sinfín de propuestas que, a grandes rasgos, persiguen dos objetivos: paliar la desprotección casi absoluta en que se encuentra la población en un país sin apenas estado del bienestar, y reforzar el liderazgo mundial de Estados Unidos frente a potencias como China, pero también frente a la Unión Europea, muchísimo más avanzada en servicios sociales.

Biden no tiene ningún complejo en admitir que Estados Unidos ocupa el puesto decimotercero en el ranking mundial de infraestructuras –donde España está en séptimo lugar–, que hay gente trabajando cuarenta horas a la semana para no llegar a fin de mes, o que es el único país de la OCDE sin bajas por maternidad. Hace un año, cuando publiqué Año 9, unas memorias que dan cuenta de las carencias públicas que difícilmente hacen posible llamar a la gran América “mundo desarrollado”, se me acusó de estar exagerando. Sin embargo, tanto los datos como la vida hablan por sí solos, y parece que al fin alguien en la Casa Blanca ha advertido el profundo malestar colectivo y está dispuesto a hacer algo. Seis billones de dólares no es moco de pavo. El  primer plan, aprobado nada más tomar posesión, estaba destinado a mitigar los efectos inmediatos de la pandemia. De ahí salieron, por ejemplo, los cheques de 1.400 dólares para quienes ganan menos de 75.000 dólares al año, una inmensa mayoría, o la financiación de una campaña extraordinaria de vacunación que ya ha conseguido inocular total o parcialmente al 50% de la población. Los planes subsiguientes están pensados no ya como soluciones de emergencia, sino como una inversión masiva en políticas públicas que mejore sustancialmente las condiciones de vida de la gente a largo plazo: toda, los sectores más marginalizados y también la clase media. Me refiero al plan de infraestructuras –también llamado plan de empleo– y al plan de familias, presentados por separado hace algunas semanas. Como ha dicho Biden en alguna ocasión: “en cincuenta años la gente mirará hacia atrás y dirá: este fue el momento en que Estados Unidos conquistó el futuro”. En otras palabras, este señor casi octogenario sabe que, si se aprueban, estará haciendo historia.

Una inversión histórica

Comencemos por el plan de empleo: 2.3 billones para reconstruir y ampliar una infraestructura que se cae a pedazos, crear cientos de miles de puestos de trabajo y promover las energías renovables. Entre los objetivos del presidente se encuentra la remodelación de los transportes –carreteras, aeropuertos, puentes y una exigua red de ferrocarril que pretende reforzar–, la sustitución de todas las tuberías de plomo actuales (presentes en diez millones de hogares y miles de colegios), y la modernización de un sistema eléctrico completamente obsoleto cuyos efectos deletéreos saltaron a los titulares globales con la reciente catástrofe ocurrida en Texas. Tiene prevista también la renovación y construcción de medio millón de viviendas públicas, así como incentivar la compra de vehículos eléctricos e instalar cientos de miles de estaciones de carga por todo el país. Destaca, especialmente, su atención a la economía de los cuidados, un tema poco frecuente en la política estadounidense que Biden ha incluido en la agenda: buena parte del presupuesto irá destinado a la construcción de residencias para mayores o personas con discapacidad, lo cual supondrá además un impulso laboral a las miles de mujeres –sobre todo de minorías étnicas– que se suelen encargarse de atender a otros, en ocasiones sin remuneración. 

El enfoque de Biden difiere significativamente de los adoptados por otros presidentes demócratas en materias similares. El plan de empleo no sólo considera intrínseca a las mejoras en infraestructura la asistencia a dependientes, sino que parte de una concepción laboral donde los trabajadores merecen derechos independientemente de su nivel de educación. Como indica un análisis de The Atlantic, Clinton y Obama abrazaban la teoría de que un sueldo bajo era consecuencia directa de una deficiencia formativa y, por ende, se solucionaba con mayor educación, mantra que contribuye a culpabilizar a quienes no tengan acceso a más años de estudio. Biden, sin embargo, ha puesto sobre la mesa la creación de empleo no cualificado –el 90% del plan– y, a su vez, la necesidad de sindicatos que protejan a los trabajadores, para cuya organización ha propuesto una ley, pendiente de ser aprobada. No faltarán detractores de esta iniciativa, pero que en el año 2021 se vuelva a hablar de sindicatos –una fuerza laboral de la que apenas quedan representantes– indica un mudanza de rumbo político en el corazón neoliberal que es Estados Unidos. No es casual que acompañe a todas estas medidas con una subida del IRPF a las rentas más altas, del impuesto de sociedades, otro impuesto global para empresas estadounidenses que operen fuera del país y penalizaciones fiscales a la deslocalización. Este punto –la financiación de los planes de estímulos– es el más controvertido y, aunque la subida impositiva sea muy leve –del 21% al 25-28%, muy lejos del 35% anterior a la presidencia de Trump– ya le ha granjeado multitud de críticas en el partido republicano.

Por último, cabe destacar el plan de familias, una inversión de 1.8 billones que incluye subvenciones federales para guarderías, doce semanas de baja parental o por enfermedad y más dinero público destinado a reducir los costes de las pólizas del seguro médico en el contexto del ya existente Obamacare. Además, ampliaría la educación gratuita cuatro años: dos años de preescolar, y otros dos en las llamadas ‘universidades comunitarias’, unos centros que normalmente acogen a los sectores más desfavorecidos y emiten títulos de dos años –a partir de los cuales se puede optar a realizar a un grado–. Las medidas son insuficientes; no contemplan la condonación de préstamos estudiantiles (que afectan al 70% de los universitarios) y se quedan a la cola de otros países en materia de conciliación. No obstante, teniendo en cuenta que, en algunos estados, muchas familias destinan un tercio de sus ingresos a pagar la guardería y que, cada año, miles de mujeres deciden dejar de trabajar o son despedidas al quedarse embarazadas, la iniciativa supone un gran apoyo del que se desprende lo más parecido a una agenda de igualdad de género visto por estos lares.

Biden deja fuera la negociación del precio de los medicamentos, entre dos y cuatro veces más caros en Estados Unidos que en otros países

Finalmente, exceptuando los subsidios al Obamacare, el plan cojea en cuestiones de sanidad, ese gran agujero negro en los bolsillos de la gente y gigante de intereses corporativos a quien nadie va a ponerle freno. Biden deja fuera la negociación del precio de los medicamentos, entre dos y cuatro veces más caros en Estados Unidos que en otros países, que fue anunciada a bombo y platillo en sus declaraciones ante el congreso. Si antes de la pandemia medio millón de personas – asegurados o no– se declaraban en bancarrota anualmente por no poder asumir los gastos médicos, no parece que la cifra vaya a cambiar sustancialmente con las cosquillas que el presidente le hace a los lobbies del Big Pharma. En este aspecto, como en casi todos, está cumpliendo el programa electoral: el conglomerado sanitario no se toca. A estas alturas, sólo un milagro podría acabar con la gran lacra de un país donde únicamente cabe rezar para no ponerse enfermo.

Cambio de paradigma

Sea como fuere, está claro que estamos ante un cambio de paradigma. La magnánima inversión pública que planea efectuar en los próximos diez años se está comparando a los éxitos de Franklin Delano Roosevelt, el artífice del New Deal tras el Crash del 29, aunque a Biden le gusta más referirse a Eisenhower, el republicano que ideó el sistema de autopistas interestatales. Es bastante improbable que coseche la aprobación del partido de la oposición, pero con guiños como éstos persigue continuar una retórica conciliadora y dialogante que le permita, asimismo, mantener la unidad dentro del círculo demócrata. Con una exigua mayoría en el senado, el presidente necesita a cada uno de sus miembros si pretende sacar adelante sus ambiciosos planes, cuya votación está prevista para antes del 4 de julio. De talante cordial y tranquilo, el viejo Joe está sorprendiendo con su atención a la discriminación racial y de género, ha visto en los sindicatos un poder a desenterrar frente a los monopolios empresariales y la falta de derechos laborales, no estigmatiza el trabajo manual sino que lo valora, y quiere hacer frente a la pobreza sin dejar atrás a una clase media cada vez más asfixiada. Todo ello, mientras incrementa la presión fiscal sobre las grandes fortunas, lo cual sería considerado ‘radical’ si no viniera de este apacible anciano con cuarenta años de experiencia de Washington. A pesar de sus fallos, es loable el nuevo carácter que está imprimiendo a la economía nacional y global y, sobre todo, representa la confirmación de lo que muchos ya sabíamos: el neoliberalismo salvaje no funciona. Ojalá otros países vayan tomando nota.