Por Mario Alejandro Valencia. 24 exdirigentes políticos, gremiales y académicos presentaron unas propuestas económicas para “amortiguar el impacto de la crisis sobre el empleo”, que consisten en reducir el salario mínimo en un 20%, no pagar los aportes a pensiones y a cajas de compensación, y facilitar las condiciones de despido. Esto aplicaría para contrataciones nuevas a partir de septiembre de 2020 y “hasta que termine la emergencia de la pandemia”. A estas ideas se han sumado otras voces de quienes claman la inconveniencia de incrementar el salario mínimo en 2021. En mi criterio, la discusión no debe partir de si el aumento para el próximo año es del 2% que ofrecerán los empresarios o del 13,9% que piden los trabajadores, porque esta negociación, por ley, hace parte del estamento que conforman exclusivamente el Consejo Gremial, las centrales sindicales y de pensionados, y el Gobierno nacional. El debate académico y político, más allá de la mesa de negociación del salario, debe ocuparse de las medidas requeridas para buscar el crecimiento económico del país, con miras a superar su peor recesión en décadas. La forma de hacerlo es reactivando las dinámicas del mercado, de producción y consumo, con una acertada intervención del Estado. Aquí es donde la propuesta mencionada se equivoca, porque no están pensando como economistas, sino como contadores. Su objetivo no son las reformas que deben hacerse para construir una sociedad que supere el hecho medido por el Dane de que el 88% de la población se gana menos de dos salarios mínimos. Esto nos convierte en una nación con bajos salarios, baja productividad y baja competitividad. La estructura económica es débil porque no se aprovecha en términos de eficiencia el factor más importante de cualquier economía próspera: la mano de obra, como bien lo entiende y lo ha afirmado el empresario colombiano Jimmy Mayer. No están pensando en cómo se logra el crecimiento económico del país, sino en cómo obtener resultados positivos en la contabilidad de unas cuantas empresas en los reportes trimestrales que elaboran sus contadores; obviamente, en estos, los salarios son un costo que afecta la utilidad. No obstante, si esos tecnócratas, formados en las mejores universidades del planeta, pensaran más allá de sus rendimientos financieros, sabrían que en los países en los cuales sus expertos entendieron hace
siglos lo que significa el crecimiento económico, los salarios son los más altos del mundo, la
productividad es la más alta y ocupan las primeras posiciones en competitividad.
La explicación es tan simple que da pena recordárselas, frente a su absurda propuesta: los trabajadores
son los mismos consumidores del mercado interno, y el mercado interno es el más importante para
cualquier país desarrollado, sin excepción.
Este es justamente el debate económico -no contable- que debe hacerse, partiendo de las siguientes cifras:
en los primeros tres trimestres de 2020, las existencias de las empresas que operan en Colombia cayeron
un 19,8 %, el consumo de los hogares cayó un 7% y el consumo del Gobierno ha aumentado solo un 2,6
%.
En este escenario, estimaciones basadas en información del Dane muestran que, desde que comenzó la
pandemia, en promedio, cada persona que tenía un trabajo con un salario mínimo ha perdido $ 106.693
por mes. Esto representa una caída del 12,2%, lo que ha significado para el país una reducción de unos
$ 13 billones.
El dato es clave tenerlo en cuenta en la discusión del salario, para saber hacia qué posición debe moverse
el incremento para el próximo año. Por supuesto, como la oferta y la demanda están en crisis, el camino
más sensato es que, tanto empresarios como trabajadores le exijan al Gobierno nacional hacerse cargo
de inyectar los recursos necesarios para compensar esta pérdida, por medio del canal más efectivo: las
nóminas, que les permitan a las empresas mantener e incrementar la fuerza de trabajo, que es demanda
estimulando la producción, que lleven al crecimiento económico.

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