Louisiana, Mississippi y Carolina del Sur fueron grandes centros de producción esclavista. Hoy se encuentran entre los estados más pobres de los Estados Unidos. La larga traza de la esclavitud es parte insoslayable de la explicación sobre la pobreza. El profundo malestar hacia ese pasado se expresa hoy por varias vías.

El derribo de estatuas de figuras esclavistas constituye una de ellas. El asesinato de George Floyd ha avivado esa intención, que ha hecho retirar las estatuas de personas y monumentos confederados como los de Robert E. Lee y John B. Castleman, el Bentonville Confederate Monument (Arkansas) y el Athens Confederate Monument (Georgia).

El proceso ha sido visto por algunos sectores como la más reciente moda radical. Sus críticos dicen que se terminará tumbando todo, incluido Cervantes. A una estatua del genio le fue colgada ya un cartel de “bastardo”. Ciertamente, es un sinsentido. El más célebre personaje de Cervantes hizo “el voto (..) de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores” y le parecía “duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres”.

Los excesos de la cólera son un campo fértil para discursos clasistas y racistassobre el “correcto” comportamiento cívico. Se olvida que la cólera, como indignación moral ante la injusticia, ha formado siempre parte de la virtud ciudadana.

Aristóteles recriminaba la “excesiva facilidad” para la cólera —como “mala disposición”— pero tampoco aprobaba “si nada nos conmueve”. Su juicio valorizaba la “justa cólera” como parte de la virtud. Arrastrar a Cervantes a la cólera es “mala disposición”, pero la esclavitud, sus secuelas y monumentos provocan justa cólera.

Una antigua moda

El derribo de estatuas ha estado “de moda” en todas partes y épocas. La columna de Trajano, en Roma (año 114 ANE) estaba coronada por la estatua de este emperador hasta que fue sustituida por la de San Pedro. Durante la independencia estadounidense, la estatua en bronce de Jorge III de Inglaterra, en la plaza de Bowling Green (al sur de Manhattan), fue desmontada y convertida en municiones.

Ningún poder ha sido resistido sin confrontarse también los símbolos que lo representan. En ello se diferencia el vandalismo “desde arriba” —de la mano de los actores con poder— de los vandalismos “desde abajo”.

El primer tipo ha logrado ser elogiado “entre los grandes hitos de la historia”, pero el segundo ha sido denunciado como “vandalismo ciego”. Resulta que el vandalismo es “un privilegio para los vencedores y un sacrilegio para los vencidos”.1

El debate ha llegado a Cuba como discusión sobre la estatua que forma parte del monumento a José Miguel Gómez, en La Habana. No han faltado quienes ven las críticas hacia él como importación de “modas estadounidenses”. La idea de que sea una “moda” es irónica, si tomamos en cuenta que Cuba ha visto sustituir o derribar estatuas a lo largo de casi 200 años.

La estatua de la reina Isabel II es solo un ejemplo. Colocada primero en el actual Parque Central (1857), a la caída de los Borbones, el capitán general Lersundi la envió a la capilla de la cárcel, en la Habana (1869). Con el regreso de los Borbones, volvió a su puesto original. Tras la independencia, fue despachada “como trasto inservible” a los fosos municipales.

En 1905, sobre el pedestal “perteneciente” a Isabel II, fue colocada allí, hasta hoy, la estatua de José Martí. De modo similar, la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, en la que se conoce como Plaza de Armas, sustituyó a la efigie de Fernando VII.

En la década de 1930, tras el derrocamiento de Gerardo Machado, monumentos asociados con su nombre fueron destruidos. Lo mismo pasó con el rostro del dictador que se encontraba grabado en la puerta principal del Capitolio.

Puerta del Capitolio, que conserva hasta hoy la huella de la acción popular que borró de ella el rostro de Machado. Foto: Julio César Guanche

Tras el triunfo revolucionario de 1959, la estatua de Tomás Estrada Palma se quedó solo en sus zapatos y fue derribada el águila del monumento a las víctimas del Maine.

Vistas de época: A la izquierda, el monumento a Tomás Estrada Palma en la calle G. (1928). A la derecha, un desfile de marines estadounidenses frente al monumento al Maine (1930). (Fotos: Ministerio de Obras Públicas)

Con semejante historia, los cubanos deberíamos tener más cuidado en calificar de “moda” las nuevas corrientes políticas de interpretación sobre los símbolos del pasado.

En el Video: La caída de Machado, en imágenes. Al final del material, cubanos martillan una efigie del déspota.

Gómez y la protesta del 12

José Miguel Gómez estuvo nada menos que en las tres guerras cubanas de independencia.3 Fue desde soldado raso hasta general. La Revista de Cayo Hueso aseguraba que era muy respetado por Máximo Gómez. Es un elogio extraordinario.4 No obstante, su figura muestra problemas comunes a las repúblicas oligárquicas posindependencia en América Latina.

J. M. Gómez practicó el tipo de nacionalismo —dejemos fuera, por esta vez, su bien conocida corrupción— que jugó con la Enmienda Platt como garante del statu quo de la época.

“Tiburón” participó destacadamente de la “revolución” de 1906. En ese contexto, la intransigencia de Estrada Palma ante la farsa electoral a su favor, por un lado,  y la actitud de los liberales —José Miguel era uno de sus líderes—, por el otro, buscaban que la intervención estadounidense acudiese en su respectivo respaldo.

Así la pidió Estrada Palma, pero también lo hizo J. M. Gómez, junto con Alfredo Zayas, “conforme a los términos de la Enmienda Platt”, en reunión del 25 de septiembre con el ministro estadounidense Squiers.5 Su Gobierno nació del rediseño que hizo la segunda ocupación (1906-1909) del sistema político cubano, para evitar “convulsiones” y resolver la rotación entre élites.

La protesta de 1912 tuvo varios contenidos. Uno de ellos fue reclamar participación en ese sistema político. Pero fue también varias cosas más.

En primer lugar, un conjunto de acciones que combinó la acción del Partido Independiente de Color (PIC) con protestas campesinas y de otros sujetos afectados por el auge de la expansión capitalista hacia el oriente de Cuba.6

En segundo lugar, una prueba de la profundidad del racismo antinegro en la cultura política cubana.

En tercer lugar, la primera gran impugnación del carácter oligárquico y racial del capitalismo cubano, y de la República que lo administraba, después de 1902.

Por último, como decía Fernando Martínez Heredia, fue “un gran escarmiento que fijara claramente los límites que no podían trascender los de abajo en la república cubana”.

El Estado y la sociedad dominante respondieron tratándola como una “guerra de razas”. J. M. Gómez la liquidó con la masacre de Estado racista más grande de la historia nacional.

A la misma vez, la etiqueta de “proanexionista” recae hasta hoy en Evaristo Estenoz, uno de los principales líderes de la protesta liquidada por J. M. Gómez. Estenoz habría solicitado la intervención en la famosa carta del 15 de junio de 1912.

El PIC, como el resto de los actores políticos del momento, operaba “dentro de la cláusula” —la Enmienda Platt—. De hecho, había nacido durante la ocupación estadounidense. Julián Valdés Sierra, otro de sus líderes, reconocía la Enmienda Platt como el gran factor de la política cubana. Lo hacía en defensa de la existencia legal del PIC, contra la Enmienda Morúa, que le prohibía vida política y electoral.

Al mismo tiempo, muchas de las referencias del PIC atestiguan el compromiso con la soberanía nacional y en contra de la injerencia de los Estados Unidos en países de la región como Nicaragua. Dentro de Cuba, el PIC denunciaba la situación de ocupación de territorios en Pinar del Río y Guantánamo por parte del Gobierno estadounidense.

Entender las relaciones del PIC con los Estados Unidos —como el resto de aquellos actores— requiere gran atención al contexto. Presentarlo como una cuestión de nacionalistas vs traidores —cualesquiera que fuesen unos y otros— renuncia a pensar críticamente el “problemático nacionalismo de la primera república”, como le llamaba Martínez Heredia.

Un punto concreto puede ser despejado ahora: la carta de Estenoz, antes mencionada, no es de su autoría.7

Pedro Ivonnet, otro de los líderes del PIC, había formado parte del Ejército Invasor dirigido por Antonio Maceo y fue jefe de un Regimiento en la contienda de Pinar del Río. Dirigió otra carta a Arthur M. Beaupré, ministro estadounidense, para informarle sobre los motivos y las intenciones de la protesta. No hay en esta carta palabra alguna que pida la intervención.8

Carta de Pedro Ivonnet

José Miguel Gómez murió en 1921, honrado. Estenoz, mambí y luego luchador obrero, calificado de anarquista, fue asesinado a mansalva en 1912 por el teniente Lutgardo de La Torre.

Acta de la autopsia de Evaristo Estenoz. 28 de junio de 1912.

Ivonnet llevaba varios días sin comer cuando fue asesinado. Aranda, el capitán de guerrilla que lo capturó, preguntó al teniente coronel Consuegra si podía llevarlo vivo. La respuesta fue una orden, ejecutada al final por Arsenio Ortiz: “Que no llegue vivo de ningún modo. La gloria es suya y nadie puede quitársela”.9 José Miguel Gómez felicitó al capitán Aranda tras la muerte de Ivonnet.

Nota de José Miguel Gómez relativa a la muerte de Ivonnet. Archivo del Ejército.

El monumento a José Miguel Gómez

El monumento erigido en homenaje a José Miguel Gómez ha sido cuestionado desde su propio origen. Su hijo, Miguel Mariano Gómez Arias, lo inauguró el 18 de mayo de 1936. El vástago celebraba también que, dos días después, asumiría él mismo la presidencia.

Monumento a José Miguel Gómez. Foto: Julio César Guanche

El monumento a Gómez no es el único símbolo relacionado con esa familia. En la misma avenida G. y calle Línea, se encuentra el Hospital Ginecobstétrico (Maternidad) nombrado América Arias.

“Doña América” fue una destacada enfermera mambisa, de cuna acomodada, que como tantas marchó a la manigua, entregándolo todo. Arias también era capitana, correo y mensajera, una función particularmente peligrosa en un contexto en que la violencia militar contra las independentistas se cebaba, con crueldad indecible, en su condición de mujeres.

La historia nacional recuerda a esas mujeres más como enfermeras, un rol tradicional de paridoras y cuidadoras de los hijos y soldados de la nación, que como combatientes. Arias fue esposa de José Miguel, y ambos tuvieron a Miguel Mariano.

La convivencia de sus nombres en dos edificios de la misma Avenida —el hombre en la cima del espacio, la mujer en su sima—, propone una curiosa asociación simbólica. Es una metáfora familiar sobre la historia nacional, con sus roles sociales y de género muy definidos.

Adelante, importante espacio antirracista, rechazó el monumento a J. M. Gómez desde 1935.

Para ese colectivo —que no compartía la táctica del PIC— constituía una aprobación para José Miguel Gómez, el “autor de aquella vergonzosa proclama racista de 6 de junio de 1912;10 el responsable máximo de la matanzas del Boquerón y del Yarayabo; de la cacería del batey de ‘Kentucky’, del incendio de la Maya, y de todo el horror parricida de aquella lucha en que se enrojeció el generalato de Monteagudo, y comenzaron a chorrear sangre las manos asesinas de Arsenio Ortiz” .11

Por otra parte, el monumento, según María de los Ángeles Pereira, especialista en arte monumentario, es una mala copia del dedicado en Italia a Vittorio Emanuele II.

Monumento a Vittorio Emanuele II. Foto tomada de internet.

La autora considera, además, que “la concreción de ese monumento (de J. M. Gómez), a contrapelo de todas las críticas de que fue objeto, y la fastuosidad de su construcción, al margen del complejo cuadro político y social que vivía el país y el mundo en el año 1936, más que un acto absurdo o una paradoja dentro de nuestro desarrollo monumentario es una prueba irrefutable de la desvergüenza de sus comitentes”.12

Con esa opinión coincide el también especialista Rodrigo Gutiérrez Viñuales, para quien el monumento es un gran ejemplo de “oportunismos políticos e iniciativas de glorificación”, cuya “grandiosidad de factura está muy por encima de la magnitud del conmemorado y su obra”.

¿Significa esto que hay que derribar el monumento? Mi respuesta rotunda es no. Pero hay muchos sentidos involucrados en él, que no se pueden dejar intactos.

Luego de restaurarse el monumento a J. M. Gómez, a fines de la década de 1990, fue restituida su estatua, ya una vez derribada tras 1959. El acto trajo debate. La efigie se mantuvo con el criterio de respetar la integridad de la concepción del monumento. Más de dos décadas después, ningún desagravio al PIC ha tomado forma física en ese predio.

Se seguirá discutiendo por mucho tiempo sobre J. M. Gómez y el movimiento del PIC, pero dos hechos parecen firmes desde hace mucho: el racismo es central en su origen y desenlace y “no hubo solidaridad para ellos, se quedaron solos en los campos de su patria”.

En lo personal, no encuentro justificación para reproducir hoy, en los monumentos, esa soledad.

Ibrahim Ferrer interpreta «Bruca maniguá» de Arsenio Rodríguez… » Yo son carabalí, negro de nación. Sin la libertad no pue’o vivi’…».

¿Qué hacer con los monumentos y con la memoria del racismo?

El monumento a J. M. Gómez es una muestra de lo que el historiador francés Pierre Nora ha llamado “lugares de memoria”. Nora hablaba de lugares donde actúa la memoria. No es el recuerdo que tenemos sobre un lugar, sino la conciencia de las encrucijadas que ciertos lugares abren a la memoria nacional y colectiva. Son laboratorios de la memoria.

Un lugar de memoria tiene sucesivas capas. En ese monumento, conviven la memoria del homenaje a J. M. Gómez, del intento de estabilidad posrevolucionaria (tras 1933) protagonizado sin éxito por su hijo, de las víctimas de la protesta del 12, del auge del activismo antirracista en los años 30, de la voluntad de tumbar la estatua tras 1959 y de su restitución en la década de 1990.

¿Cuál de esas memorias tiene más derecho a ser representada en forma de homenaje? ¿Es esta una pregunta correcta? ¿Cuál lo sería?

Enzo Traverso, un estudioso de la memoria histórica, sugiere algunas clavespara una respuesta en general: “Derribadas, destruidas, pintadas o garabateadas, estas estatuas personifican una nueva dimensión de lucha: la conexión entre los derechos y la memoria”.

Es preciso saber cuál memoria se defiende con un monumento. La frase “la memoria nacional” no resuelve el problema, porque la nación es una construcción política que maneja diferencias en su interior, pero no las liquida.

La memoria es un campo de lucha por modificar los lugares sociales —y con ello también el perfil de los espacios urbanos— que el pasado modeló, guste o no reconocerlo, con mucha historia de barbarie dentro de sus historias de cultura.

Es un tema que ha sido respondido con experiencias prácticas de interés. El historiador Laurent Dubois ha escrito sobre una de ellas.

En el centro de Basse-Terre, capital de Guadalupe, existe una prisión que albergó a luchadores por independizar ese territorio de Francia. Con apoyo de las autoridades locales, fue pintado en sus muros (en los años 80), un mural sobre el tráfico y la resistencia antiesclavista.

En 2001 se colocó cerca del edificio que ocupaba la prisión una lista de cimarrones —tomada de un periódico del siglo xviii— “encarcelados en la prisión de Basse-Terre”. Dubois afirma que, dentro de los archivos, “se trata de un documento más bien ordinario”, pero su “colocación al lado de la prisión, sin embargo, lo transforma en algo muy diferente”.

La cuestión está en revelar las personas y las historias que un monumento pone en escena. Conservar el borrado del rostro de Machado en la puerta del Capitolio es una buena práctica contemporánea en ese sentido, junto a la calidad de la restauración.

No hay completa justicia sin memoria. Una futura tarja en el monumento a José Miguel Gómez, con o sin estatua, podría resignificar las palabras del teniente coronel Consuegra contra Ivonnet, dedicándoselas, ahora sí merecidamente, a esos mártires: “La gloria es suya y nadie puede quitársela”.

El disco negro de Obsesión. Tema 10: «Furé en talla interludio».

Notas

Darío Gamboni, La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución Francesa, Madrid, Cátedra, 2014, p.34.

Roig de Leuchsenring, E. Biografía de la primera estatua de Carlos Manuel de Céspedes erigida en la ciudad de La Habana, p. 8.

He tratado este tema junto a Maikel Pons Giralt. Retomo algunas de esas ideas, aquí bajo mi responsabilidad.

Revista de Cayo Hueso. Volumen III. 10 de octubre de 1898. Número 30, pp. 6-7.

Portell Vilá: Nueva Historia de la República de Cuba. 1898-1979, Miami, La Moderna Poesía, 1986, p.94.

El argumento ha sido elaborado con mayor profundidad por Louis A. Pérez Jr. (2002). “Política, campesinos y gente de color: la ´guerra de razas´ de 1912 en Cuba revisitada”. Caminos (24-25).

No puedo desarrollar aquí el punto sobre el carácter apócrifo de la carta. Se encuentra detallado en un texto académico, de próxima aparición, donde presento las pruebas a partir del estudio cruzado de la prensa cubana y estadounidense de junio de 1912 y de las notas e informes de José de J. Monteagudo, jefe del Ejército, dirigidos a José Miguel Gómez, localizados en el Fondo de Archivo de dicho Ejército.

En Despacho 278 (29.05.1912), Records of the Department of State relating to internal affairs of Cuba, 1910-29Political Affaires. 837.00/525-792. Microfilm Publications. Micro-No. 488, Roll 6. (National Archives).

Las citas son del Archivo del Ejército. Loreto R. Ramos Cárdenas ha escrito un interesante libro sobre Ivonnet.

10 Entre otras cosas, la proclama decía, refiriéndose a los protestantes: “Esas manifestaciones de feroz salvajismo que realizan los que se han colocado, especialmente en la provincia oriental, fuera del radio de la civilización humana” El Triunfo, 7 de junio de 1912.

11 “El monumento al General José Miguel Gómez”, Adelante, 3 de agosto de 1935.

12 María de los Ángeles Pereira. “Nuevos signos en los espacios públicos: esencia y apariencias del cambio”. En España en Cuba. Final de siglo. Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 2000, pp. 199-209, p. 208.

es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.

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